Callejeando por Dakar
Uno de los mayores placeres de viajar es pasear por las calles de un lugar desconocido como Dakar. Recorrer los mercados y las avenidas de esta ciudad de Senegal, probar sus deliciosos cacahuetes tostados y escuchar las oraciones del almuecín en sus mezquitas.
7 de marzo de 2013
Pasear por una ciudad desconocida sin un objetivo, sin un lugar que fotografiar, simplemente dejándose llevar, dejando abierta la ocasión a las casualidades, es uno de los mayores placeres del viaje. Además, la ciudad se nos aparecerá según nuestro ánimo, si tenemos un día brillante o un día más tibio, si tenemos capacidad de soñarla o de imaginarla o si hemos leído o no a Léopold Sedar Senghor.
La mañana no es calurosa, la luz en invierno en Dakar suele estar algo velada, pero se puede ir en camisa. Al salir del hotel, el primero que me saluda es Maguet, en su silla de ruedas, siempre sonriente. “¿Qué haces en tu vida?”, le pregunto, y alzando un poco los hombros, como si se excusara, me señala sus piernas deformes. Se pasa las mañanas allí, junto a un zapatero y limpiabotas, y conversando a veces con todos los que pasan, vendedores, taxistas, cafeteros, empleados.
La calle en Dakar es el lugar de la conversación y el centro de la vida. No hay cafés, esos cafés sólo ocupados por hombres desocupados que se ven en otros países musulmanes. Al no haber cafés como establecimientos, con terrazas y asientos, no existe el fenómeno, bastante irritante en otros países, de los hombres sentados y las mujeres trabajando. Aquí las mujeres también participan en la vida profesional y social, y las vemos al frente de los negocios, en los puestos, o sentadas en las aceras, en los poyos de viejas casas, tomando café touba muy caliente, o té, y azucarado en vasitos, o una fruta, con sus niños pequeños cerca, de cráneos casi charolados y ojos vivos y alegres, hablando libremente entre ellas o con los hombres. Aquí se habla mucho, es un país oral y cordial. No les entendemos. Es el wolof, la lengua vehicular, aunque se dice que hay más de doscientas lenguas, muchas en extinción. El francés es lengua de la escuela, minoritario, pero sirve para entenderse con los extranjeros, con los toubabs que somos (apelativo cariñoso, petit blancs). Se come también en la calle, en tenderetes en las aceras y esquinas o a la sombra de un viejo árbol.
Frente al hotel de un libanés amable de pelo blanco e inmaculadas camisas, está la oficina donde se cambia el dinero honestamente. Detrás hay una nave y unos almacenes con techo de uralita en los que siempre hay movimiento, hombres que entran y salen con fardos, que llegan en desvencijadas camionetas Peugeot. El libanés del hotel es también el dueño y pasa de vez en cuando a ver cómo va el negocio y a mandar con pocas y discretas palabras. Vive en frente, en una casa oculta por un viejo jardín, una de esas casas residuo de cuando Dakar era residencial y tenía pequeñas villas de colonos. Hoy son los enormes bloques sin mucha gracia los que se alzan en los solares que van dejando las casas y jardines demolidos.
Por todas las calles de Dakar hay obras de edificios que avanzan a buen ritmo en un cierto caos de arena, ladrillos, chapas y grúas. Viejos e inmensos camiones Fruehauf de cincuenta años avanzan penosos, cargados de materiales. Las calles tienen un ritmo lento pero ininterrumpido, todo termina avanzando, la gente apartándose, la motocicleta colándose y la camioneta empujando. Pero no hay ofensa ni agresividad.
Pequeñas aves rapaces sobrevuelan la ciudad en bandos. Limpian de basura calles y cercados, pues no se ven servicios de limpieza. Bajo un baobab, unas ovejas descarriadas. Gatos en los patios. Calle arriba, en la esquina, una mujer estaciona todas las mañanas con su hija que no tiene piernas. No pide, simplemente espera que alguien le dé. En Dakar, los mendigos no se acercan, están.
Dos vendedores de cuadros de pájaros hechos con alas de mariposa intentan vender su arte (“se respeta la naturaleza, sólo se usan alas de mariposas muertas”, la monserga conservacionista para uso del turista aprendida rápidamente). Al lado, un hombre se afana cada mañana en reparar un viejo Renault 4 oxidado, abollado y vapuleado. Sin mucho éxito, pues el vehículo sigue allí anclado día tras día.
Llegando a la avenida Georges Pompidoucomienza el verdadero tumulto. Es una vía comercial donde conviven tiendas de ropa, con sus escaparates a la europea, con los centenares de puestos de gafas, calzoncillos, camisetas, artesanía falsa, cuero, zapatos; mientras, nos asedian con estuches de plumas Montblanc, esculturas de madera y los más variados objetos, casi todos provenientes de la gran falsificadora: China. Pasan ciegos con chilaba, con su salmodia triste y bella, armoniosa y cansina. Por todos lados, vendedores de paloduz, que se usa para los dientes. Al final de la calle, el gran mercado Sangada.
En otro lugar, cerca de la antigua estación de ferrocarril, hoy casi desafectada, más almacén que otra cosa (almacén de recuerdos, también, para los antiguos residentes europeos), los puestos multicolores y olorosos de especias.Los senegaleses siguen ligados a la tierra, conocen las propiedades de las hierbas, de las savias, los colores que se extraen de las cortezas, las esencias de las flores, la sanación y la curación naturales.
Podemos comprar de todo en las numerosas abacerías, desde conservas, galletas –las míticas Biskrem–, buen pan, café, té, deliciosos yogures, productos de limpieza. Muchas, en manos de libaneses afincados en Senegal desde hace cien años. Y en los puestos de periódicos, bolígrafos, tabaco (el Marlboro, a menos de un euro, auténtico y sin avisos de peligro de muerte, tan limpios los paquetes que parecen falsos, made in Senegal under authority of Philip Morris Brands sarl Neuchatel Switzerland), cerillas. Por doquier, vendedores ambulantes y, entre ellos, los simpáticos vendedores de coco y de agua de coco. Tiendas de productos de belleza y de tocador, de cremas y afeites, entre ellas la famosa y eficaz karité, que suaviza y perfuma la piel. Las mujeres, muy bellas, bien arregladas, pasan erguidas, altivas.
A su lado pasan a la oración en la mezquitahombres de autoridad, dignidad antigua, como los serignes, con su tarbush de fieltro negro o rojo, sus lentes y un Corán en la mano. Los almuédanos entonan melodías suaves, no ruidosas, pequeño recordatorio sin estridencias de que es un país en un 90% musulmán. De un islam amable y tolerante, como es su esencia. En muchas calles, como en la agitada avenida Faidherbe, venden los tapetes o alfombrillas de oración, con una ignominiosa brújula incrustada por los fabricantes chinos, como si un musulmán verdadero no supiese hacia dónde está La Meca.
No se puede pasear por Dakar sin comprar y probar los deliciosos cacahuetes tostados, que venden mujeres en casi todas las esquinas. El cacahuete –arachis hypoega L.– es introducido a finales del siglo XIX para sustituir la trata de esclavos. Es el primer producto agrícola de Senegal (700.000 Tm en 2012-13) y esencial en la alimentación del país. Sirve para transformarlo en aceite, pasta, mantecas. Hay que recordar que el cacahuete es la cuarta fuente de alimentos mundial, tras el arroz, el maíz y el trigo.
Y nuestro paseo se acaba. Más allá de la Gare Routière, que es un inmenso cercado donde se acumulan camionetas y taxis –esos Peugeots 505 que en Europa mandamos hace tiempo a la chatarra– que partirán surcando el país, se extienden los interminables suburbios, los barrios de casas a medio construir, de chabolas, los solares en los que se acumula chatarra y basura y donde vive, malvive, la gran mayoría. Ahí ya no se callejea. Lo que hemos visto de Dakar es la ínfima parte, es la antigua zona urbana francesa. El verdadero Dakar nos elude, no la penetramos, casi no vemos a través. No somos sino aves de paso.
Unos datos para hacernos una idea somera del país:
Senegal va trampeando y manteniéndose relativamente bien, dentro del contexto africano. La inflación, la moneda, la deuda y la balanza de pagos están bastante controladas gracias al corsé y la red de seguridad del Franco CFA. Sus principales productos de exportación son el cacahuete, el ácido fosfórico y el cemento. Por suerte, no hay ni diamantes ni petróleo, ni uranio ni zinc; nada que pueda concitar la codicia guerrera de potencias extrañas.
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