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miércoles, 5 de febrero de 2014

El derecho a las palabras y la igualdad entre hombres y mujeres


Hace ya algunas décadas Simone de Beauvoir (1949) escribió aquello de que “la mujer no nace, se hace” para subrayar que la condición femenina no es sólo un efecto del azar biológico sino sobre todo una consecuencia de la socialización de las mujeres y de un largo, complejo y eficacísimo aprendizaje social que tiene lugar en todos los ámbitos de su vida cotidiana. Dicho de otra manera, somos hombres y mujeres no sólo porque tengamos un sexo distinto sino también, y sobre todo, porque aprendemos a ser hombres y a ser mujeres de una determinada manera. 
Aprender a ser hombres, aprender a ser mujeres
En efecto, los seres humanos somos como somos (y quienes somos) como consecuencia del influjo de una serie de mediaciones subjetivas y culturales (el origen sexual, el lenguaje, la familia, la instrucción escolar, el grupo de iguales, el estatus económico y social, las ideologías, los estilos de vida, las creencias, los mensajes de la cultura de masas…) que influyen de una manera determinante en la construcción de nuestras identidades. Es decir, al sexo inicial de las personas se le añaden las maneras culturales de ser hombres y de ser mujeres en una sociedad determinada. En consecuencia, la construcción de las identidades masculinas y femeninas en las sociedades humanas no es sólo el efecto natural e inevitable del azar biológico sino también, y sobre todo, el efecto cultural de la influencia de una serie de factores familiares, escolares, económicos, ideológicos y sociales. Hombres y mujeres somos diferentes no sólo porque tengamos un sexo inicial distinto sino también porque nuestra socialización es distinta.
No hay una esencia femenina ni una esencia masculina, una manera única de ser mujer y de ser hombre, sino mil y una maneras diversas y plurales de ser mujeres y hombres. Ni todas las mujeres son iguales ni todos los hombres son iguales (Lomas, 2003). No somos esencias únicas y singulares sino existencias diversas y plurales. Por ello, indagar sobre la naturaleza de esas mediaciones subjetivas y culturales y sobre su influencia en la construcción de las identidades femeninas y masculinas constituye una tarea ética ineludible si deseamos construir un mundo en el que las diferencias sexuales no constituyan el burdo argumento con el que se justifican las desigualdades personales y sociales entre hombres y mujeres.
Mujeres y hombres somos diferentes no sólo a nuestros cuerpos de mujeres y de hombres se añaden los modos culturales de ser mujer y de ser hombre en cada sociedad y en cada época, y esos modos tienen su origen no sólo en diferencias sexuales sino también en diferencias socioculturales (como la pertenencia de cada mujer y de cada hombre a una u otra clase social, etnia o raza, el diferente estatus económico y el diferente capital cultural de las personas, sus diferentes estilos de vida, creencias e ideologías…) que condicionan, junto al sexo biológico, las diversas maneras de ser y de sentirse mujeres y hombres en nuestras sociedades. Las identidades masculinas y femeninas están social e históricamente constituidas y en consecuencia están sujetas a las miserias y a los vasallajes de la cultura patriarcal pero también abiertas a las utopías del cambio y de la igualdad (Lomas, 1999 y 2003).
Insisto en las diferencias socioculturales entre quienes son iguales en su identidad sexual porque de otra manera naufragamos en la ilusión de un esencialismo que ignora cualquier otra contingencia que no sea la sexual. Como señala Pierre Bourdieu (1998 [2000: 116]), “las mujeres siguen distanciadas entre sí por unas diferencias económicas y culturales que afectan, además de otras cosas, a su manera objetiva y subjetiva de sufrir y de experimentar la dominación masculina”. Y esto es así también en el caso de los hombres, cuyas maneras de insertarse en los contextos de la dominación masculina son diversas y cuyas transformaciones han sido y son aún más lentas que los cambios acaecidos en los contextos de la emancipación femenina.
En cualquier caso, conviene aclarar que esta innegable (y lamentable) lentitud de la mayoría de los hombres en la transformación de su masculinidad hegemónica y complaciente (Connell, 1995) no tiene en absoluto que ver con el lastre de una esencia natural de lo masculino sino con el vínculo cultural entre masculinidad y poder. Como señala Elizabeth Badinter (1992) a propósito de la identidad masculina: a) no hay una masculinidad única, lo que implica que no existe un modelo masculino universal y válido para cualquier lugar, época, clase social, edad, raza, orientación sexual… sino una diversidad heterogénea de identidades masculinas y de maneras de ser hombres en nuestras sociedades; b) la versión dominante de la identidad masculina no constituye una esencia sino una ideología de poder y de opresión a las mujeres que tiende a justificar la dominación masculina; y c) la identidad masculina, en todas sus versiones, se aprende y por tanto también se puede cambiar.
Lenguaje, diferencia sexual y género (1)
Uno de los aspectos en los que se refleja no sólo la diferencia sexual entre mujeres y hombres sino la desigualdad cultural entre unas y otras es el lenguaje. Somos lo que decimos y hacemos al decir. Y somos lo que nos dicen y nos hacen al decirnos cosas. Por ello, como señala Deborah Tanen (2), “las palabras importan. Aunque creamos que estamos utilizando el lenguaje, es el lenguaje quien nos utiliza. De forma invisible moldea nuestra forma de pensar sobre las demás personas, sus acciones y el mundo en general”. Por ello, el uso del lenguaje -lo que se dice y se hace al decir y al nombrar el mundo con palabras- es un acto nada inocente ya que el modo en que utilizamos el lenguaje no sólo afecta al intercambio comunicativo entre las personas sino también al modo en que designamos la realidad y en consecuencia a la manera en que accedemos al conocimiento del mundo en que vivimos.
 Los estudios sobre el sexismo en la lengua se han ocupado de investigar cómo trata el lenguaje a las mujeres y a los hombres con el fin de dilucidar si existe o no sexismo en la lengua y en los usos lingüísticos de las personas y, si en efecto es así, de qué manera contribuye tanto a la dominación masculina como a la ocultación y al menosprecio de las mujeres en los escenarios de las palabras. El ámbito de estudio ha sido en unas ocasiones la gramática de la lengua; en otras, el léxico y el diferente significado de las palabras y de los enunciados según aludan a unos o a otras. Una última línea de investigación es la que desde el ámbito de la sociolingüística, el análisis del discurso y la pragmática se ocupa de los intercambios lingüísticos entre hombres y mujeres y del análisis de las estrategias comunicativas utilizadas por unos y otras.
Dime cómo hablas y te diré quién eres y cuánto vales
 ¿Cómo se manifiesta el sexismo en la lengua? Veamos algunos ejemplos:
 -algunos fenómenos que reflejan una visión exclusivamente masculina del mundo, como los vocablos androcéntricos, la ausencia de formas femeninas en el léxico referidas a oficios y titulaciones, el uso equívoco del masculino genérico (el género gramatical masculino incluyendo a ambos sexos), cuyo efecto es en ocasiones no sólo la ocultación de la mujer en la designación lingüística sino también el malentendido y cierta inexactitud semántica…
 -en el desequilibrio en las formas de tratamiento que refleja la escasa autonomía atribuida a las mujeres y su diferente estatus con respecto a los hombres;
 -algunos usos que consagran una imagen peyorativa de la mujer, como los duales aparentes (”hombre público/mujer pública”, “zorro/zorra”…), las asociaciones estereotipadas (”hombre estresado/mujer histérica”), los insultos configurados de manera positiva en el caso de asignarse al universo de lo masculino y negativa en el caso de atribuirse al universo de lo femenino (”ser cojonudo/ser un coñazo”), los refranes sexistas…
 Argumentos, coartadas y prejuicios
 Nada impide nombrar el mundo en masculino y en femenino. Como señala Francesca Graziani (3), “la lengua puede ser de todas y de todos: no es un sistema rígido, cerrado a cualquier mutación sino, al contrario, el cambio está previsto en sus mismas estructuras; es un sistema dinámico, un medio flexible, en continua transformación, potencialmente abierto a escribir en él infinitos significados, y por ello prevé también la expresión de la experiencia humana femenina”. Nombrar el mundo en masculino y en femenino no sólo es posible sino también deseable e ineludible si deseamos contribuir a una mayor equidad entre mujeres y hombres. Pero hay también otros argumentos que no son sólo de naturaleza ética sino estrictamente lingüística.
 En efecto, cuando nombramos el mundo en masculino y en femenino  utilizamos el lenguaje con una mayor precisión léxica y por tanto con una mayor adecuación referencial. Al nombrar el mundo en masculino y en femenino no sólo actuamos con una mayor equidad al incluir sin exclusiones a unos y a otras en el escenario de las palabras sino también con una mayor exactitud y corrección al no ser posible designar ese mundo sin aludir a la diferencia sexual entre hombres y mujeres (4).
 A menudo quienes se oponen a estos argumentos lo hacen afirmando que el uso verbal en masculino y en femenino atenta contra la espontaneidad y contra la economía expresiva inherentes al lenguaje humano. Cabe aclarar al respecto lo siguiente:
 1.- No todos los usos del lenguaje se caracterizan por su espontaneidad. Salvo la conversación espontánea, el resto de los usos lingüísticos exigen un cierto nivel de elaboración textual y por tanto admiten en el contexto de esa elaboración una corrección que tenga en cuenta junto a otros asuntos (ortografía, coherencia del texto, adecuación léxica…) la diferencia sexual entre mujeres y hombres. Tanto en el uso formal del lenguaje oral (una clase, una conferencia, un debate…) como en la casi infinita diversidad de los textos escritos (un ensayo, un informe, un libro de texto, una crónica…) es posible incorporar esa voluntad de nombrar el mundo en femenino y en masculino.
 Es innegable que en una conversación espontánea no es fácil nombrar el mundo en femenino y en masculino en todas y en cada una de las ocasiones en que tomamos la palabra ya que la espontaneidad del intercambio comunicativo en esa conversación y las inercias expresivas nos hacen hablar a menudo exclusivamente en  masculino. Pero pese a ello al hablar de una manera espontánea conviene dejar constancia de vez en cuando de ese afán de equidad en la designación lingüística y de nuestra voluntad de nombrar en femenino lo que es femenino.
 En el resto de los intercambios comunicativos (orales y escritos) nada impide –salvo el prejuicio o la pereza  expresiva- usar el lenguaje en masculino y en femenino. Cuando escribimos, por ejemplo, solemos revisar varias veces el borrador del texto hasta darlo por bueno. En ese proceso de corrección tenemos en cuenta una serie de criterios ortográficos,  sintácticos, léxico-semánticos, pragmáticos e incluso tipográficos. ¿Qué impide, por tanto, tener en cuenta también la diferencia sexual en la corrección del texto escrito? ¿Es más importante invertir el tiempo de la corrección en la elección de un adjetivo, del tipo de letra o del formato del párrafo que en nombrar en femenino y en masculino?
 2.- No todos los usos del lenguaje se caracterizan por su economía expresiva. Salvo algunos textos como los eslóganes publicitarios, los anuncios por palabras y los mensajes de los teléfonos móviles, la mayoría de los usos lingüísticos tienen una cierta extensión y una cierta compLejidad textual. Por tanto, la economía en el uso del lenguaje no es un valor en sí mismo sino algo que tiene sentido o no en función de las intenciones, del canal, de la situación y del contexto de comunicación. No se entiende un coloquio literario, un ensayo filosófico o una clase magistral si no están plagados de ideas, hechos, opiniones y argumentos y si esa urdimbre de  ideas, hechos, opiniones y argumentos no está expresada con el mayor acierto y claridad en un aluvión de palabras. ¿Por qué se invoca la economía del lenguaje sólo cuando se quiere incorporar al lenguaje la identidad femenina? Nombrar el mundo el también en femenino ¿exige un derroche verbal tan costoso? ¿Por qué tanta tacañería expresiva?
 Por otra parte, conviene subrayar que no se derrocha el lenguaje al utilizar términos genéricos tanto masculinos como femeninos que incluyen a los dos sexos (”el ser humano”, “el profesorado”, “la ciudadanía”, “las personas”, “la gente”…) ni se duplica el lenguaje al decir “niños y niñas” o “padres y madres” como no se duplica al decir “azul y rosa” o “dulce y salado”. La palabra “niños” no designa a las niñas de igual manera que la palabra “padres” no alude a las madres. No olvidemos que “la diferencia sexual está ya dada en el mundo, no es el lenguaje quien la crea. Lo que debe hacer el lenguaje es, simplemente, nombrarla, puesto que existe. Si tenemos en cuenta que hombres y mujeres tenemos el mismo derecho a ser y a existir, el hecho de no nombrar esta diferencia es no respetar uno de los derechos fundamentales: el de la existencia y la representación de esa existencia en el lenguaje” (5).
La importancia del lenguaje y el derecho a las palabras
 El lenguaje no es inmutable ni un patrimonio exclusivo de gramáticos, filólogos y académicos. Como decía hace ya casi un siglo el padre de la lingüística contemporánea, Ferdinand de Saussure, “la lengua es algo demasiado importante como para dejársela a los lingüistas”. La lengua es y debe ser de la gente que la usa. Y por ello está sujeta a cambios y la voluntad de quienes la utilizan cada día para entenderse y nombrar el mundo. De igual manera que se incorporan al diccionario y al uso lingüístico de las personas tantas y tantas palabras procedentes de otras lenguas y de jergas específicas, como el habla de adolescentes y jóvenes o el argot de la informática, es posible también incorporar palabras y usos del lenguaje que incorporen a las mujeres y su derecho a las palabras y a ser nombradas en pie de igualdad con los hombres. No deja de ser significativa que a menudo quienes se ofenden en defensa de la pureza del lenguaje cuando se nombra en femenino algún oficio de tradición masculina (jueza, médica…) sin embargo utilicen en castellano sin ningún pudor ni continencia palabras como “resetear”, “chatear” o “e-mail”.
 Aprender a usar el lenguaje en masculino y femenino no sólo es deseable sino también posible. Un ejemplo basta para confirmarlo. Hace algún tiempo una maestra de educación infantil me contaba la siguiente anécdota:
 “Desde el primer día de clase uso el lenguaje en masculino y en femenino, designo por igual a los niños y a las niñas o utilizo términos que incluyan a ambos sexos. Pero un día, ya casi al acabar el curso escolar, cuando faltaban unos minutos para concluir la jornada, viendo que el aula estaba bastante desordenada dije en voz alta:
 - Niños, hay que recoger las cosas y guardarlas en los armarios antes de irse a casa.
 Y, en efecto, los niños se levantaron y ordenaron el aula mientras las niñas permanecían sentadas en sus pupitres. ¿Qué había pasado? Las niñas, al estar acostumbradas a que yo las aludiera en femenino, no se habían sentido apeladas cuando de una manera espontánea e inconsciente utilicé el masculino niños como genérico. Por tanto, no es cierto que lo femenino esté incluido de una manera natural e inevitable en lo masculino sino que se nos ha educado en la idea de que eso es así pero yo creo que es posible educar de otra manera y este ejemplo así lo demuestra”.
 Otra educación lingüística
 La lengua castellana, como la inmensa mayoría de las lenguas, tiene abundantes recursos a la hora de nombrar (y por tanto de hacer visible en el uso del lenguaje) la diferencia sexual entre mujeres y hombres. La coincidencia en ocasiones entre el género gramatical y el género sexual (niñas/niños) suele traer consigo el uso habitual del masculino para denominar tanto a hombres como a mujeres con lo que se acaba excluyendo a éstas en la designación lingüística y aquéllos acaban siendo los únicos sujetos de referencia. Frente a esta situación, fruto de los hábitos lingüísticos de las personas y de algunas estructuras gramaticales de la lengua, es urgente ir construyendo otras formas de decir que incorporen a las niñas, a las chicas y a las mujeres al territorio de las palabras.
 La existencia de términos genéricos tanto masculinos como femeninos que incluyen a los dos sexos (”el ser humano”, “el profesorado”, “la ciudadanía”, “las personas”, “la gente”, “el electorado”…) hace posible designar simbólicamente a unos y a otras sin ocultar a nadie. En otras ocasiones, es posible especificar el sexo de las personas nombrando en masculino y en femenino (“mujeres y hombres”, “niñas y niños”…). Otros recursos disponibles son los términos abstractos (”tutoría” en vez de “tutores”, “dirección” en vez de “directores”, “asesoría” en vez de “asesores” …) o el uso de la primera persona del plural, del ustedes (en vez de vosotros y vosotras) o de las formas impersonales de tercera persona que evitan la distinción de género gramatical (véase Maneras de nombrar con equidad). Conviene en fin afilar las armas de la crítica ante el uso asimétrico de algunas formas de tratamiento (”señorita” en vez de “señora”, independientemente de su estado civil) o ante el empleo exclusivo y excluyente del masculino en los documentos administrativos y comerciales (”firma del cliente”, “el titular”, “el solicitante”…).
 La educación debería contribuir a evitar cualquier forma de discriminación por razón de sexo, grupo social, origen étnico, raza o creencia. En este contexto, urge una educación lingüística que fomente los conocimientos, las habilidades y las actitudes que hacen posible el aprendizaje de una ética lingüística que evite el influjo de  los prejuicios culturales, los estereotipos sociales y sexuales y las inercias expresivas en las maneras de hablar y de escribir de las personas (véanse algunas sugerencias de trabajo en El uso del lenguaje en el centro escolar). De esta manera la educación contribuirá a una mayor conciencia en torno a las desigualdades sociales que se construyen a partir de la diferencia cultural y sexual y a alimentar la esperanza de que otro mundo es posible y deseable.
  Notas
(1)  Con el término género se alude en el ámbito de las ciencias sociales al conjunto de fenómenos sociales, culturales y psicológicos vinculados al sexo de las personas. En lingüística el concepto de género tiene un significado bastante más restringido en su calidad de sistema de clasificación gramatical de las palabras que se manifiesta en la concordancia.¼br /> (2)  TANNEN, Deborah (1998): La cultura de la polémica. Del enfrentamiento al diálogo. Paidós, Barcelona, 1999.
(3)  GRAZIANI, Francesca (1992): “Lengua y subjetividad femenina”, en Piussi, A. Mª., La educación lingüística. Trayectorias y mediaciones femeninas. Icaria. Barcelona, 1997.
(4)  De un tiempo a esta parte se han extendido algunas formas escritas de nombrar la diferencia sexual que en mi opinión no son del todo adecuadas. Me refiero al uso de las barras en sustantivos, adjetivos y determinantes (alumnos/as, estimado/a, los/as…) o de la arroba (l@s profesor@s, admitid@…) con el fin de utilizar ambos géneros gramaticales con un escaso esfuerzo expresivo. Sin estar radicalmente en contra de estos usos, ya que quienes los utilizan reflejan una cierta conciencia en torno a la conveniencia de nombrar a unas y otros, en mi opinión tienen algunos inconvenientes. Por ejemplo, la arroba es gramaticalmente heterodoxa (la arroba no es una letra) y gráficamente representa el morfema de género femenino (-a) dentro de un círculo que evoca el morfema de género masculino (-o), con lo que invita a interpretar que lo femenino está incluido en lo masculino. Por otra parte, el uso de las barras, aparte de escasamente creativo, no sirve ni para el uso oral ni cuando no hay semejanza léxica entre la forma masculina y femenina del sustantivo o adjetivo (es decir, vale para niños/as pero no para hombres y mujeres). Por ello, y valorando de antemano el esfuerzo de nombrar la diferencia sexual que se trasluce en estas soluciones, considero que la lengua nos permite nombrar a unas y a otros a través de formas más creativas, correctas y significativas.
(5)  Alario, Carmen y otras autoras (1995): Nombra en femenino y en masculino. Instituto de la Mujer. Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Madrid.
Referencias
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BEAUVOIR, Simone de (1949): El segundo sexo, Cátedra, Madrid, 1999.
BOURDIEU, Pierre (1990): La dominación masculina. Anagrama. Barcelona, 2000.
CONNELL, Robert. W. (1995): Masculinities. Power and Social Change. University of California Press. Berkeley (traducción parcial al castellano en Lomas, 2003)
GARCÍA MESEGUER, Alvaro (1988): Lenguaje y discriminación sexual. Montesinos. Barcelona.
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LAKOFF, Robin (1972): El lenguaje y el lugar de la mujer. Hacer. Barcelona, 1981.
LOMAS, Carlos (1999): Cómo enseñar a hacer cosas con las palabras. Teoría y práctica de la educación lingüística. Volumen 2. Paidós. Barcelona.
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TANNEN, D. (1996): Género y discurso. Paidós. Barcelona.
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* Carlos Lomas es catedrático de Lengua castellana y Literatura y asesor de formación en el Centro del Profesorado de Gijón (clomas@almez.pntic.mec.es)

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