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martes, 24 de febrero de 2015

EL MAR - Mohamed Abdelfatah, Ebnu

EL MAR - Mohamed Abdelfatah, Ebnu
Cuando voy caminando por el desierto, siempre tengo la sensación de que el mar está cerca, a punto de surgir del horizonte. Supongo que debe ser un recuerdo genético, heredado de los pobladores del Sáhara que no llegaron a conocer estas doradas arenas; que no llegaron a ver esta inmensidad que parió la evaporación milenaria de las aguas que cubrían el territorio. Quizá es el deseo inconsciente de llegar a ver qué hay detrás de la monotonía. Qué hay detrás de los espejismos.
¡El mar y la arena, qué hermosa combinación!
Cuando las olas y las dunas se besan y se acarician se puede sentir su abrazo, se puede oír su risa, mientras juegan ajenos a la tristeza y al dolor de sus hijos, los que brotamos de esa mezcla de aguas saladas y arenas doradas.
¡El mar y la arena, testigos indiferentes de cuántas alegrías, cómplices involuntarios de cuántas tragedias!

“¿Ha visto usted el mar?” pregunta el niño a la maestra.



La maestra, que se temía la pregunta, hacía ya mucho tiempo que tenía preparada la respuesta. Pero en vez de responder, preguntó.
“¿Cuántos de vosotros habéis visto el mar?”
“Yo, maestra, yo, yo, yo…” gritaron todos los niños, levantando las manos.
Todos habían visto el mar, todos habían estado, al menos, en una playa. El Mar Mediterráneo, El Mar Cantábrico, El Océano Atlántico. Habían estado en todo el litoral español. Uno dijo que, también había visto el mar en Mauritania, otros dijeron que en Argelia. Era muy bonito dijeron, aunque muy salado. Era muy verde y muy azul, lleno de peces y barcos, dijeron unos; lleno de gente feliz y alegre, dijeron otros.

“¿Ha visto usted el mar?” pregunta, otra vez, el niño a la maestra.

El mar es como el desierto, sólo que en vez de arena tiene agua. El mar está en constante movimiento, como el desierto, las dunas son olas que se han secado y que perdieron el paso. La lenta imitación de un movimiento milenario que las tormentas llevan a su antojo hacia todas partes. El desierto y el mar terminan siempre en un abrazo fiel y eterno.

“Sí, he visto el mar” dijo la maestra

“¿En el Sáhara, maestra, en el Sáhara…?” preguntaron todos juntos.

El mar es un recuerdo borroso de una tarde de arenas blancas y ropa al viento; de gaviotas que surcaban el cielo azul siguiendo el rastro de un avión que se diluye en el infinito. Es un olor, ya casi imperceptible,  a comida primitiva, a murmullos de vida. El mar es una niña que baila sobre un espejo de plata.

“Lo he visto hoy en vuestros ojos” respondió la maestra.

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