lunes, 28 de noviembre de 2016

Mirando a Grecia

Dejé mi puesto de médica de familia en un ambulatorio para vivir con refugiados en Grecia

Lo que más me ha afectado son los relatos sobre las violaciones a algunas mujeres en su camino hasta aquí

Imagen cedida por Natalia (a la derecha)
Imagen cedida por Natalia (a la derecha)
En cinco meses he pasado de atender a abuelitos en el hospital, quejarme de las interminables guardias y dormir en mi cómoda cama madrileña, a vivir con refugiados en una tienda de campaña en el puerto de Atenas y trabajar sin horarios ni descanso. También he vuelto a enamorarme de la medicina.
Llegué a Atenas el 30 de mayo con poco más que una mochila a la espalda, una casa alquilada para las dos primeras semanas y miedo. No sabía si iba a poder integrarme en una cultura tan diferente a la mía, si el ser mujer iba a ser motivo de discriminación, me asustaba el ser voluntaria independiente sin respaldo de una organización, la gran barrera idiomática... ¿Árabe, yo? ¡Si apenas sabía defenderme en inglés!
El golpe fue directo. La llegada al puerto de Pireos, tras media hora andando desde el metro, fue un bofetón de realidad, de una realidad bien distinta a la que yo conocía. En ese momento sólo escuchaba mis palpitaciones taladrando los oídos. Ante mí se extendían cientos de tiendas de campaña plantadas sobre el hormigón, sin sombra, donde vivían unas 1.500 personas. Niños jugando que al verte soltaban lo que tenían entre sus manos para darte un abrazo, teteras llenas de agua enchufadas a cables por el suelo y un ferri atracado: Liberty. ¡Qué irónico! Aquello estaba repleto de miseria, pero también de vida.
No hubo tiempo para sentarse a asimilar, había que ponerse a trabajar. Éramos tres en el equipo: dos enfermeras, mi prima Lucía y Ana, y yo, médica. Gracias al dinero que recaudamos en España, pudimos equiparnos con todo el material y los medicamentos necesarios.
En un principio íbamos tienda por tienda atendiendo a la gente y viendo las necesidades de cada familia. Así llegaron las primeras invitaciones a café o té. En pocos días conocíamos a todos los habitantes del puerto, y lo más importante, ellos nos conocían a nosotras y podían recurrir a nosotras siempre que lo precisasen, aunque la comunicación fuese muy básica. Nos entendíamos con ellas con unas traducciones en árabe y farsi de los términos médicos principales.
Pero la comunicación mejoró mucho con la llegada de Leila, traductora de árabe, y hasta ahora el mayor apoyo que tengo en Atenas. Los tres meses que nos llevaba de ventaja en el puerto fueron una gran ayuda para integrarnos.
Al cabo de otras dos semanas decidimos cambiar nuestro apartamento por una tienda de campaña en Pireos, bajo el puente, con Leila y los refugiados
El día a día consistía en levantarnos pronto, ir a buscar agua para nuestra tetera en los escasos lavabos públicos instalados en el puerto, conectarla en otra zona lejana con electricidad, y conseguir café. Este era el único momento de tranquilidad del día. "Doctora, Doctora", solía escuchar antes de acabar mi café. Y comenzaban las urgencias.
Algunas tiendas sobre el hormigón del puerto. Cedida por Natalia
Sus patologías no se diferenciaban mucho de las que estaba acostumbrada a ver en un centro de salud en España. Lo más destacable eran las infecciones de orina o las candidiasis en mujeres, probablemente relacionadas con que no se secaban después de la ducha y se ponían la ropa directamente. En un contenedor de obras había cuatro duchas para todas las mujeres, que disponían de cinco minutos para ducharse con agua fría.
A pesar del ajetreo continuo, los días solían ser más tranquilos que las noches. Solo un par de asociaciones trabajaban en el campo unas tres horas durante el día y tres por la tarde. A menudo no resultaban muy útiles, como cuando un hombre desesperado intentó acabar con su vida. Se tiró al agua sin saber nadar, de donde le sacaron con parada cardiorrespiratoria. El personal de estas asociaciones sólo se puso los guantes desde lejos, y ni acudió a ayudar. También hay que tener en cuenta que sólo suele haber un enfermero por grupo de trabajo y la mayoría son paramédicos que solo han realizado un curso de primeros auxilios.
El resto del tiempo sólo estábamos nosotras tres, con un servicio de ambulancias que tardaba unas cinco horas en llegar por la precariedad y el colapso del sistema sanitario griego. Al caer el sol, sobre todo en el mes de Ramadán, los problemas no daban tregua. Llegaban urgencias constantemente. Una noche normal podía conllevar desde un corte en el labio, que había que suturar con un frontal para conseguir luz, o un anciano al que había que poner una vía intravenosa con suero y analgesia atada a la tienda de campaña.
Otra dolencia común entre los refugiados era el estrés postraumático y el síndrome conversivo, que se detecta cuando se presentan síntomas, como la parálisis, cuya causa es psicológica y no física. Han sufrido mucho, y muchos de ellos tienen secuelas psicológicas que deberían ser atendidas por psiquiatras y psicólogos, pero el problema es que el sistema griego está saturado y es imposible ofrecer ese apoyo. Nosotras tenemos un amigo, Mohamed, que fue torturado. Tiene una secuela en la mano, actualmente sin movilidad, y presenta un cuadro conversivo con crisis epilépticas sucesivas (más de 10 al día). Hemos avisado del caso en muchas ocasiones al ACNUR, pero por ahora no le han dado seguimiento ni ayuda.
Por las noches, sobre las tres de la madrugada, cuando parecía hora de irse a dormir, camino a la tienda escuchábamos: "¿Un café?", "¿sandía?"... ¡Cómo decir que no! Sentadas a la puerta de las tiendas de campaña de diferentes familias, compartíamos un rato en el que nos contaban su vida entre algunas palabras en inglés y mucha mímica. Esa cercanía me hizo entregarme por completo, mis miedos simplemente se esfumaron, pasé a formar parte de su vida y ellos de la mía, como una gran familia.
Una cena durante el Ramadán. Cedida por Natalia
En ocasiones, para airearme, me alejaba del puerto y me adentraba en las calles de Atenas. Sin embargo, me costaba mucho dejar de pensar en lo que estaría ocurriendo en el perímetro vallado del campo. Además, era bastante común que, al poco tiempo de haber salido, sonara mi teléfono: "¿Dónde estás? Te necesitamos".
Aun así, nos organizamos para pasar consulta dos veces por semana en otros lugares de Atenas, ya que la ciudad está llena de gente que lo necesita. En el centro hay varios espacios ocupados (squats), que albergan a entre 200 y 400 personas refugiadas, tanto sirias como afganas.
También empezamos a asumir más tareas dentro del campo de Pireos. Además de las labores sanitarias, pasamos a ocuparnos de las necesidades básicas de los refugiados, tales como el transporte al hospital de personas con necesidades especiales, la búsqueda de abogados que pudieran ayudarnos a resolver asuntos legales o el reparto de ropa y de comida.
Antes, los militares suministraban al campamento tuppers básicos con arroz y pasta. Pero esta ayuda dejó de llegar, según se dice en el campamento, en un intento del gobierno de que los refugiados abandonasen el campo. Una agrupación llamada Kora House tuvo que hacerse cargo de la comida durante los tres días que duró este abandono, y continuó después preparando un durum (pan árabe con verduras y atún) cada día.
Alineados en filas, cada cabeza de familia traía una caja de cartón en la que se le entregaba la comida correspondiente. Yo intentaba repartir las raciones con una sonrisa, para que se hiciera menos inhumano. Pero, aun así, cada día les escuchaba lamentarse: "No somos animales...".
Escuchar este tipo de frases es duro, pero lo que más me ha afectado son los relatos sobre las violaciones que algunas mujeres habían sufrido en su camino hasta Grecia. Si el viaje de los refugiados ya supone una experiencia terrible, muchas mujeres tienen que afrontar por añadidura abusos tremendos. El sistema griego, además, ofrece algunas dificultades para realizar abortos, tanto por su lentitud como por la falta de información acerca de los requisitos.
Estos relatos tan duros se aliviaban un poco con las infinitas historias de colaboración y solidaridad. Pero lo que he podido sacar en claro en estos cinco meses es que la desesperación va haciendo cada vez más mella. Actualmente hay 58.000 refugiados en el país, encerrados, sin poder salir. La mayoría pasa el día esperando, esperando y esperando. La reubicación tarda meses en ser procesada, al igual que el asilo en Grecia.
Ahora uno de los temas más candentes es la escolarización a los niños, que después de meses de presión -mayoritariamente desde los voluntarios independientes- se está comenzando a realizar poco a poco, serpenteando las trabas que nos vamos encontrando con la burocracia.
Nosotras mismas tenemos esa sensación constante de espera. No dejamos de dar vueltas intentando que llegue más ayuda, buscando más recursos. Pero Grecia no puede más. Están todas las organizaciones colapsadas y el Ministerio del Interior no da abasto, a la espera también de que el resto de Europa ayude, no sólo con el dinero y los suministros que ya envía, sino con la acogida de más personas refugiadas.
Por estas y otras muchas razones un grupo de voluntarias hemos creado la asociación Holes in the Borders. Queremos atender las necesidades básicas de la población refugiada más vulnerable. Ahora sé que no puedo abandonar Grecia. Aunque no siempre se consiga el resultado deseado, y aunque a veces sienta impotencia por no poder ayudar más, soy consciente de la importancia del voluntariado. Sí, cambié mi vida en España por una tienda de campaña debajo de un puente, y no me arrepiento.
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