En cinco meses he pasado de atender a abuelitos en el hospital,
quejarme de las interminables guardias y dormir en mi cómoda cama
madrileña, a vivir con refugiados en una tienda de campaña en el puerto
de Atenas y trabajar sin horarios ni descanso. También he vuelto a
enamorarme de la medicina.
Llegué a Atenas el 30 de mayo con poco más que una mochila a la
espalda, una casa alquilada para las dos primeras semanas y miedo. No
sabía si iba a poder integrarme en una cultura tan diferente a la mía,
si el ser mujer iba a ser motivo de discriminación, me asustaba el ser
voluntaria independiente sin respaldo de una organización, la gran
barrera idiomática... ¿Árabe, yo? ¡Si apenas sabía defenderme en inglés!
El golpe fue directo. La llegada al puerto de Pireos, tras media hora
andando desde el metro, fue un bofetón de realidad, de una realidad
bien distinta a la que yo conocía. En ese momento sólo escuchaba mis
palpitaciones taladrando los oídos. Ante mí se extendían cientos de
tiendas de campaña plantadas sobre el hormigón, sin sombra, donde vivían
unas 1.500 personas. Niños jugando que al verte soltaban lo que tenían
entre sus manos para darte un abrazo, teteras llenas de agua enchufadas a
cables por el suelo y un ferri atracado:
Liberty. ¡Qué irónico! Aquello estaba repleto de miseria, pero también de vida.
No hubo tiempo para sentarse a asimilar, había que ponerse a
trabajar. Éramos tres en el equipo: dos enfermeras, mi prima Lucía y
Ana, y yo, médica. Gracias al dinero que recaudamos en España, pudimos
equiparnos con todo el material y los medicamentos necesarios.
En un principio íbamos tienda por tienda atendiendo a la gente y
viendo las necesidades de cada familia. Así llegaron las primeras
invitaciones a café o té. En pocos días conocíamos a todos los
habitantes del puerto, y lo más importante, ellos nos conocían a
nosotras y podían recurrir a nosotras siempre que lo precisasen, aunque
la comunicación fuese muy básica. Nos entendíamos con ellas con unas
traducciones en árabe y farsi de los términos médicos principales.
Pero la comunicación mejoró mucho con la llegada de Leila, traductora
de árabe, y hasta ahora el mayor apoyo que tengo en Atenas. Los tres
meses que nos llevaba de ventaja en el puerto fueron una gran ayuda para
integrarnos.
Al cabo de otras dos semanas decidimos cambiar nuestro apartamento
por una tienda de campaña en Pireos, bajo el puente, con Leila y los
refugiados
El día a día consistía en levantarnos pronto, ir a buscar agua para
nuestra tetera en los escasos lavabos públicos instalados en el puerto,
conectarla en otra zona lejana con electricidad, y conseguir café. Este
era el único momento de tranquilidad del día. "Doctora, Doctora", solía
escuchar antes de acabar mi café. Y comenzaban las urgencias.
Sus patologías no se diferenciaban mucho de las que estaba
acostumbrada a ver en un centro de salud en España. Lo más destacable
eran las infecciones de orina o las candidiasis en mujeres,
probablemente relacionadas con que no se secaban después de la ducha y
se ponían la ropa directamente. En un contenedor de obras había cuatro
duchas para todas las mujeres, que disponían de cinco minutos para
ducharse con agua fría.
A pesar del ajetreo continuo, los días solían ser más tranquilos que
las noches. Solo un par de asociaciones trabajaban en el campo unas tres
horas durante el día y tres por la tarde. A menudo no resultaban muy
útiles, como cuando un hombre desesperado intentó acabar con su vida. Se
tiró al agua sin saber nadar, de donde le sacaron con parada
cardiorrespiratoria. El personal de estas asociaciones sólo se puso los
guantes desde lejos, y ni acudió a ayudar. También hay que tener en
cuenta que sólo suele haber un enfermero por grupo de trabajo y la
mayoría son paramédicos que solo han realizado un curso de primeros
auxilios.
El resto del tiempo sólo estábamos nosotras tres, con un servicio de
ambulancias que tardaba unas cinco horas en llegar por la precariedad y
el colapso del sistema sanitario griego. Al caer el sol, sobre todo en
el mes de Ramadán, los problemas no daban tregua. Llegaban urgencias
constantemente. Una noche normal podía conllevar desde un corte en el
labio, que había que suturar con un frontal para conseguir luz, o un
anciano al que había que poner una vía intravenosa con suero y analgesia
atada a la tienda de campaña.
Otra dolencia común entre los refugiados era el estrés postraumático y
el síndrome conversivo, que se detecta cuando se presentan síntomas,
como la parálisis, cuya causa es psicológica y no física. Han sufrido
mucho, y muchos de ellos tienen secuelas psicológicas que deberían ser
atendidas por psiquiatras y psicólogos, pero el problema es que el
sistema griego está saturado y es imposible ofrecer ese apoyo. Nosotras
tenemos un amigo, Mohamed, que fue torturado. Tiene una secuela en la
mano, actualmente sin movilidad, y presenta un cuadro conversivo con
crisis epilépticas sucesivas (más de 10 al día). Hemos avisado del caso
en muchas ocasiones al ACNUR, pero por ahora no le han dado seguimiento
ni ayuda.
Por las noches, sobre las tres de la madrugada, cuando parecía hora
de irse a dormir, camino a la tienda escuchábamos: "¿Un café?",
"¿sandía?"... ¡Cómo decir que no! Sentadas a la puerta de las tiendas de
campaña de diferentes familias, compartíamos un rato en el que nos
contaban su vida entre algunas palabras en inglés y mucha mímica. Esa
cercanía me hizo entregarme por completo, mis miedos simplemente se
esfumaron, pasé a formar parte de su vida y ellos de la mía, como una
gran familia.
En ocasiones, para airearme, me alejaba del puerto y me adentraba en
las calles de Atenas. Sin embargo, me costaba mucho dejar de pensar en
lo que estaría ocurriendo en el perímetro vallado del campo. Además, era
bastante común que, al poco tiempo de haber salido, sonara mi teléfono:
"¿Dónde estás? Te necesitamos".
Aun así, nos organizamos para pasar consulta dos veces por semana en
otros lugares de Atenas, ya que la ciudad está llena de gente que lo
necesita. En el centro hay varios espacios ocupados (
squats), que albergan a entre 200 y 400 personas refugiadas, tanto sirias como afganas.
También empezamos a asumir más tareas dentro del campo de Pireos.
Además de las labores sanitarias, pasamos a ocuparnos de las necesidades
básicas de los refugiados, tales como el transporte al hospital de
personas con necesidades especiales, la búsqueda de abogados que
pudieran ayudarnos a resolver asuntos legales o el reparto de ropa y de
comida.
Antes, los militares suministraban al campamento
tuppers
básicos con arroz y pasta. Pero esta ayuda dejó de llegar, según se dice
en el campamento, en un intento del gobierno de que los refugiados
abandonasen el campo. Una agrupación llamada Kora House tuvo que hacerse
cargo de la comida durante los tres días que duró este abandono, y
continuó después preparando un durum (pan árabe con verduras y atún)
cada día.
Alineados en filas, cada cabeza de familia traía una caja de cartón
en la que se le entregaba la comida correspondiente. Yo intentaba
repartir las raciones con una sonrisa, para que se hiciera menos
inhumano. Pero, aun así, cada día les escuchaba lamentarse: "No somos
animales...".
Escuchar este tipo de frases es duro, pero lo que más me ha afectado
son los relatos sobre las violaciones que algunas mujeres habían sufrido
en su camino hasta Grecia. Si el viaje de los refugiados ya supone una
experiencia terrible, muchas mujeres tienen que afrontar por añadidura
abusos tremendos. El sistema griego, además, ofrece algunas dificultades
para realizar abortos, tanto por su lentitud como por la falta de
información acerca de los requisitos.
Estos relatos tan duros se aliviaban un poco con las infinitas
historias de colaboración y solidaridad. Pero lo que he podido sacar en
claro en estos cinco meses es que la desesperación va haciendo cada vez
más mella. Actualmente hay 58.000 refugiados en el país, encerrados, sin
poder salir. La mayoría pasa el día esperando, esperando y esperando.
La reubicación tarda meses en ser procesada, al igual que el asilo en
Grecia.
Ahora uno de los temas más candentes es la escolarización a los
niños, que después de meses de presión -mayoritariamente desde los
voluntarios independientes- se está comenzando a realizar poco a poco,
serpenteando las trabas que nos vamos encontrando con la burocracia.
Nosotras mismas tenemos esa sensación constante de espera. No dejamos
de dar vueltas intentando que llegue más ayuda, buscando más recursos.
Pero Grecia no puede más. Están todas las organizaciones colapsadas y el
Ministerio del Interior no da abasto, a la espera también de que el
resto de Europa ayude, no sólo con el dinero y los suministros que ya
envía, sino con la acogida de más personas refugiadas.
Por estas y otras muchas razones un grupo de voluntarias hemos creado la asociación
Holes in the Borders.
Queremos atender las necesidades básicas de la población refugiada más
vulnerable. Ahora sé que no puedo abandonar Grecia. Aunque no siempre se
consiga el resultado deseado, y aunque a veces sienta impotencia por no
poder ayudar más, soy consciente de la importancia del voluntariado.
Sí, cambié mi vida en España por una tienda de campaña debajo de un
puente, y no me arrepiento.
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