Día 2: ¿Qué metieron en la maleta? Sana, una joya de su madre y un libro de poesía
Desde Izmir contaremos, día tras día, el viaje de varias familias sirias hacia Europa huyendo de la guerra. Recorrerán la ruta occidental de los Balcanes para "volver a tener una vida normal"
Durante el atardecer, las tres jóvenes sirias se adentran en la tienda de campaña mientras Malaz y los hombres conversan postrados en el muelle. En el interior, Sana, Duah y Alaa se ríen de su suerte, recordando todo lo que han perdido en el camino. Las tres se conocieron en un autobús en dirección a Estambul. Formaban parte del mismo “equipo” de cincuenta personas que un traficante afgano enviaría en un bote de goma hacia Europa. Les pregunto por sus objetos personales, el tipo de ropa u otros enseres útiles que decidieron meter en la maleta cuando huyeron de Siria. ¿Qué elegir? ¿Qué salva alguien cuando abandona su hogar para lanzarse a un viaje de miles de kilómetros?
Nada había más importante para Sana que una pulsera de oro que le regaló su madre al comienzo del exilio, en Amán (Jordania). "Pero se me cayó durante el viaje enbalam (una palabra muy común estos días, significa barca en árabe)”, cuenta. En aquella travesía, el traficante obligó a la mayoría de los pasajeros a tirar las bolsas por la borda. “Yo tuve suerte”, dice Sana, “tenía una familia entera sobre mi regazo y El Afgano no consiguió ver mi mochila".
La joven mira hacia el horizonte. Sus tiendas están orientadas hacia el mar y la brisa marina inunda el interior de la improvisada habitación. Sana no tiene mucho que guardar en ella, compró ropa nueva antes de emprender el viaje -un par de pantalones, varias camisas, y dos hiyabs (velo para cubrir el cabello)-, pero tuvo que tirar casi todo en la estación de autobuses porque el intermediario solo les permitía llevar un bulto de pequeño tamaño. Aún así, Sana tuvo suerte y lo conservó durante todo el trayecto. Por eso ahora tiene otra blusa para cambiarse. “También traje mi libro de poemas”, dice la joven fisioterapeuta, que, además, es una poeta amateur. Sueña con, algún día, publicar un libro de poesía árabe en Alemania.
Junto a Sana está la madre del grupo, Duah, quien carga con su pequeña durante todo el día, en las colas para solicitar la documentación que les permita viajar a Atenas, para acceder al campo de refugiados o al huir de los envites de la policía. Su hija de dos años tiene una deficiencia mentaly el calor, el hambre y la suciedad del puerto hacen que llore constantemente. Duah la coloca sobre su regazo... la calma, la asea, la distrae con una pelota de goma… Su marido no viaja con ellos. Duah baja la mirada cuando le pregunto por él. Dice que combateen el Ejército de Bachar al Asad, que se avergüenza, pero que no es fácil desertar. El castigo es la tortura y la muerte para el resto de la familia. Aún así, me confía que saldrá pronto, que tiene planeado escapar para reunirse con ellas en Alemania.
Cuando dejó Damasco hizo dos maletas, una para el bebé y otra para ella. "Afortunadamente, llegó la de la pequeña”, dice, aliviada. Su bolsa terminó en el mar, como la mayoría de las pertenencias de sus acompañantes. “Traía mortadela, queso y halawa (un dulce típico de Oriente Medio) para el viaje”. Poco importa: su mayor preocupación era que su bebé llegara con vida. Hizo todo el viaje agachada para cubrir a la niña y se siente afortunada de que, al menos, hayan salvado su biberón y su ropa.
Mientras Duah y Alaa recuerdan la lista que hicieron antes de empaquetar su equipaje hacia Europa, bromean sobre las posturas y las sensaciones del trayecto en la barca. “Cada una reaccionamos de una manera muy diferente”, traduce atentamente Sana, “yo estaba tranquila porque solo veía las estrellas del cielo, tenía a demasiada gente sobre mí”. Alaa, en cambio, no dejó de llorar en todo el recorrido. Recuerda que entraba tanta agua que, en un momento, "todo el mundo comenzó a rezar".
Alaa es la pequeña del grupo, la más presumida y curiosa. Lo primero que metió en su equipaje fue la caja del maquillaje. Y cada mañana, lo primero que hace es pintarse los ojos y las cejas al más puro estilo árabe. “Además de la ropa y unas botas para el recorrido, traje ropa interior especial”, confiesa, ruborizada. Todas se ríen. Al final, me explican la broma. Esta joven de 19 años viaja hacia Suecia para casarse con su prometido. Tienen pensado celebrar la boda cuando se unan en Estocolmo.
Ilusionada, Alaa me enseña el anillo que le regaló su novio sirio, quien consiguió llegar al norte de Europa hace algunos meses. Después muestra fotos del joven en su móvil. “Es guapo, ¿verdad?”. De pronto, sin darnos cuenta, tenemos una típica conversación de chicas. Alaa cierra la cremallera de la tienda para descubrirme su bolsillo secreto: un doble fondo en el sujetador donde guarda un fajo de billetes en dólares y un collar de oro. “Me lo regaló mi madre antes de partir, me pidió que lo llevara durante mi boda”. Además de la ropa de recambio, la lencería y el juego de bisutería, Alaa metió en su mochila el libro del Corán. “Todavía no hemos podido leerlo”, revela. “No podemos tocarlo si no nos lavamos antes. Estamos sucias y, hasta que no consigamos ducharnos, no podemos volver a rezar”.
DÍA UNO: ATRAPADOS. EL CONTACTO NO APARECE
Esta mañana apenas quedaban tarjetas de teléfono SIM en toda la isla de Lesbos. Es casi imposible comunicarme con Sana y Malaz. Compruebo que los dos hermanos usaron Whatsapp por última vez en la noche de ayer, cuando ya estaban en el campo de refugiados de Karapete, al que acudieron por la tarde para dormir. Solo unas horas de descanso antes de sumergirse de nuevo en la que ahora es su obsesión: subirse a un ferry que les lleve a Atenas. Como a ellos, a la mayoría de los “recién llegados” a Lesbos no les queda otra que robar WIFI en las terrazas de las cafeterías de Mitilini, uno de los destinos más populares para turistas griegos y turcos. Algunos refugiados incluso se encaraman a las rocas de la costa en un inútil intento por coger la cobertura de Turquía.
Unas horas más tarde, un rumor reactiva las esperanzas en la isla: se dice que han llegado más tarjetas SIM de una compañía telefónica. Los refugiados corren para formar largas colas ante las tiendas. El teléfono móvil es esencial para estas personas, su única conexión con el mundo, con quienes pueden ayudarle. Es la herramienta que te proporciona los detalles de la ruta que estás siguiendo, los teléfonos de los traficantes de personas o dónde están tus amigos que teesperan en Atenas.
Por fin consigo encontrar a Sana y Malaz, agolpados en las cabinas policiales del puerto. Intentan, junto con otras miles de personas, que les entreguen un documento temporal para “los irregulares”, según me explica uno de los policías griegos. Ese documento es el salvoconducto hacia Atenas, la llave para subir a un barco que les transporte al Viejo Continente. El caos y la desesperación se adueñan hoy de la zona portuaria y comiezan a hacer mella en la voluntad de los dos hermanos sirios. “Estamos perdiendo la esperanza”, confiesa Malaz mientras se seca el sudor de la frente. Hace días que las autoridades griegas no expiden los permisos para embarcarse hacia la capital. Y, ante la angustia que se extiende, las mafias reaccionan rápido: un afgano me ofrece los documentos por 100 euros.
Entre la multitud, sin apenas aire, el sol te aplasta contra el suelo. Al rato, los hermanos dedicen buscar una sombra para protegerse y descansar. Sana sigue agotada. Encuentran refugio bajo unas instalaciones contiguas, que los refugiados utilizan como urinario. El hedor se ha vuelto insoportable. Los hermanos vuelcan todas sus esperanzas en Firaz, el joven sirio que regresó de Suecia para ayudar a otros refugiados en su éxodo hacia el norte de Europa, y que, por ahora, sigue en Turquía. “Nos había dicho que hoy estaría aquí y que nos ayudaría a conseguir los papeles”, exclama Sana. No hay una pizca de confianza en sus palabras, como si ella misma no creyera que la ayuda de su amigo puede llegar hoy mismo. Cojo el teléfono para llamar a Firaz. Lo intento varias veces, pero su número apenas emite señal.
Es posible que, como ayer, le hayan retenido en la aduana del aeropuerto. Esta vez, en lugar de apostar por un ferry desde Turquía, Firaz ha intentado entrar en Lesbos por el aeropuerto de Mitilini. “Sin él estamos perdidos”, se queja la madre del grupo de sirios que acompañan a los hermanos. Su hija, de dos años, no deja de llorar.
“¡Atenas, Atenas!”. Bajo esa consigna una multitud de refugiados marcha por el paseo marítimo de Mitilini. Los gritos llenan la atmosfera. Uno de ellos se acerca en cuanto comprende que tiene ante él a un periodista, una oportunidad para verbalizar toda su angustia. “Llevo diez días aquí y no puedo moverme hacia el norte de Europa. Vamos a ir al Ayuntamiento a pedir que nos ayuden”. Un grupo de agentes sigue a la masa de refugiados. Tampoco pierden la ocasión de vociferar su frustración cuando se percatan de mi presencia. “No podemos hacer nada, al principio solo eran unos miles pero cada día llegan más y más barcas. Creemos que ya hay cerca de 25.000 inmigrantes ilegales. ¡Están superando la población de Mitilini!”, me grita un miembro de los antidisturbios. Malaz, cuyo rostro es la pura imagen del cansancio, observa con desgana la protesta. Apenas ha dormido y ya no le queda ropa de recambio. El traficante que les llevó hasta Lesbos le obligó a desprenderse de su mochila antes de cruzar. Solo le quedan el polo azul que lleva puesto y los vaqueros. Malaz se siente desgraciado en Grecia. Solo quiere partir hacia el norte cuanto antes. "Al menos en Turquía la policía nos respetaba”.
Basta preguntar por el campo de los refugiados de Karapete para que todo el grupo de sirios se lance a la charla. Las condiciones son malas, "miserables", según Sana. No pueden darse las duchas con las que soñaban ayer, cuando subían al autobús entre filas de policías. Tampoco han podido lavar la poca ropa de la que disponen. Lo que no faltan son nuevos comercios a la entrada del campo, que han abierto ciudadanos de la isla. Allí venden comida y artículos de higiene. Malaz y Sana han comprado tres tiendas de campaña. “Nos han cobrado 40 euros por cada una, pero las necesitamos”, me explica. “Preferimos dormir aquí, en el puerto, que en el campamento. Está demasiado sucio y lleno de gente”.
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