DJEHÁ Y EL JUDÍO AVARO
Un judío avaro iba todos los días al
jardín de Djehá y descansaba bajo una palmera, pidiéndole a Dios que le
concediese un poco de fortuna. Djehá le ve. Se vuelve a su casa, pone un
poco de oro en un atadillo, trepa por la palmera y espera. Seguidamente
llega el judío y hace su plegaria habitual a Dios. Djehá deja caer el
atadillo. El judío lo abre y encuentra el oro.
— Dios me quiere —dice— voy a volver aquí cada día.
Al
día siguiente Djehá regresa y vuelve a trepar por la palmera, esta vez
sin atadillo. Cuando ve al judío hacer su petición, le dice:
—
Corre a casa del juez, y pon por escrito la donación a Djehá de tus
jardines, de tus casas y de toda tu fortuna. Cuando vuelvas aquí,
encontrarás sacos de oro, ya que, hasta ahora, no te he enviado más que
un atadillo para que sirviese de simple indicación.
El judío corre a casa del juez sin mirar hacia atrás. Dice al juez:
— Levanta un acta mediante el cual yo cedo toda mi fortuna a Djehá.
— ¿Por qué? — le pregunta el juez—.
— Lo quiero así — responde el judío—.
Entonces
el juez levanta el acta de donación de toda la fortuna en favor de
Djehá y le da el papel. El judío se va y le dice a Djehá:
— Toma, te hago donación de toda mi fortuna. Es Dios quien lo ordena.
— Yo no acepto la fortuna de otros —dice Djehá— es pecado.
— No, tú debes aceptar —responde el judío—.
Djehá
coge la hoja del acta y la guarda en un cofre. El judío se va al jardín
y allí encuentra unos sacos llenos de boñigas de camello (pero él no lo
sabe). Se dispone a transportarlos, los carga, y los lleva a casa de su
hermano, mientras que Djehá ya ha tomado posesión de todos sus bienes.
El judío los deja en el suelo un minuto. Entonces los abre y,
encendiendo una luz, encuentra las boñigas de camello. Se pone a gritar
mientras se rasga la cara. Entonces va al encuentro del juez. Éste le
dice:
— La causa de tu mal es tu fortuna.
He aquí como dejó Djehá al súbdito de los judíos.
En boca de M., de 20 años de edad, en 1946.
III
DJEHÁ DE UARGLA Y DJEHÁ DE NGUÇA
Un
día, Djehá de Nguça oye decir que Djehá de Uargla es muy astuto. Se
dice a sí mismo: «Tengo que ir a encontrarme con él para asegurarme de
ello». Entonces, se pone en marcha y se lo encuentra contra el muro de
la puerta de la ciudad. Le dice:
— Por favor, Señor, ¿sabes dónde vive Djehá?
— Confío en que sí —dice el otro—.
— He oído decir que es muy astuto y me gustaría cerciorarme de su astucia.
—
Sostén este muro para que no se caiga, por favor —le respondió Djehá de
Uargla— pues éste es, ciertamente, mi trabajo. Voy a llamar a Djehá.
Él se va y deja a Djehá de Nguça pegado al muro. Ahora bien, un viejo que pasa le pregunta:
— ¿Por qué te quedas ahí de pie?
— Espero a Djehá —responde— un hombre me ha dicho que sostenga el muro mientras que él va a llamarlo.
— Mala suerte para ti —le dice el viejo— era él.
— Vaya.
Y Djehá de Nguça se va en su busca. Lo encuentra por el camino y le dice:
— Esta noche nos vamos de viaje. Coge provisiones para ti, que yo ya cogeré para mí.
— Bien —le respondió Djehá de Uargla—.
Llegada
la noche, él llena de caca de camello un saco de provisiones, lo pone
sobre su espalda y se va. Djehá de Nguça llena su saco con piedras.
Habiéndose encontrado en la puerta de la ciudad, se ponen en marcha.
Mucho tiempo después, llegan al desierto y sienten hambre. Djehá de
Nguça dice a Djehá de Uargla:
— ¡Ven, saquemos las provisiones!
— Saca las tuyas —responde Djehá de Uargla— que cuando las comamos, comeremos a continuación las mías.
El otro abre su saco de piedras, y Djehá de Uargla le dice:
— ¿Qué has traído ahí?
— Esto —responde él— es mi mujer, que ha querido gastarme una broma. ¡Comamos tus provisiones, tráelas!
Él le tiende su saco de cacas, y Djehá de Nguça se pone a gritar:
— ¡Oh! ¡Las mujeres son todas iguales!
La sed se hizo sentir y fueron en busca de agua. En el camino Djehá de Uargla dice a Djehá de Nguça:
— No tenemos cuerda para sacar el agua con el cubo.
Entonces
Djehá de Nguça va a robar la cuerda de un hombre que está sacando agua.
En el pozo, ninguno de los dos quiere bajar, pues tan astuto es el uno
como el otro. Al final, Djehá de Uargla baja, bebe del agua y saca de su
bolsillo un poco de oro. Las piedras del fondo del agua se parecían a
este pedazo de oro. Todo contento, le dice a Djehá de Nguça:
— Trae el saco, tráelo rápido: Dios nos envía un tesoro.
— ¿El qué pues?
— Un gran depósito de oro.
El otro le hace llegar el saco con la cuerda. Djehá de Uargla se pone a llenar el saco con el oro. Ata el saco y dice:
— ¡Tira!
En
aquel momento se le vino a la mente que el otro, cuando encontrase el
oro dentro del saco, iba a escapar con él. Entonces dijo:
— ¡Vuelve a bajar el saco, que todavía queda más!
Abre el saco, lo vacía de su contenido y se introduce él mismo. Vuelve a atar el saco y grita:
— ¡Levanta!
El otro sube el saco, lo pone sobre su espalda y le dice a Djehá en el pozo:
— ¡Ahí te quedas!
Camina
rápidamente hasta que cae la noche. Deja el saco para descansar y se
duerme. Djehá de Uargla sale entonces del saco, y mete algunas piedras,
lo ata y se va a acostar detrás de una duna. El otro, al levantarse por
la mañana, no se da cuenta de nada. Contento, carga con el saco y se
pone en camino. Djehá de Uargla le ve y se pone a rebuznar como un asno.
Djehá de Nguça se dice: «¡Qué suerte!, Dios me envía un asno». Sube por
la duna y Djehá de Uargla le dice entonces:
— ¡Ah! ¿Es así como tú actúas?
— Perdóname —responde el otro— no lo volveré a hacer más.
Partieron
los dos juntos. Por el camino se sintieron cansados. Se sentaron cerca
de una tienda y se aseguraron de que la gente estuviese dormida. Roban
una burra y una alfombra, y se escapan. Por la noche, se hallan en pleno
desierto. Djehá de Uargla había en vano preguntado a Djehá de Nguça:
— Por favor, déjame montar sobre la burra.
— Pero quién —había respondido el otro— te ha dicho que cojas una alfombra y no una burra.
— Siguieron caminando y llegan a un sitio donde hacía mucho frío. Djehá de Nguça dice entonces a Djehá de Uargla:
— Por favor, tápame un poco con tu alfombra.
— No te taparé, porque no me has dejado montar un poco sobre la burra.
— Bueno, vale —dice el otro—.
Una
vez acostados, Djehá de Nguça, envidioso, desgarra un trozo de
alfombra. Djehá de Uargla se levanta y acuchilla las narices de la
burra, después se vuelve a acostar. Cuando se levantan por la mañana,
Djehá de Nguça dice:
— ¿Qué le ha pasado a tu alfombra? Está desgarrada.
— Como ha hecho calor esta noche —dice el otro— se ha quemado. Y tú, ¿qué tiene tu burra que se ríe?
— Es que está contenta —responde—.
Regresan
a la ciudad. Djehá de Nguça no quiere compartir el oro. Lo oculta en la
bodega de su casa y se hace el muerto. Le dice a su mujer:
— Cuando esté en la sepultura, llévame comida cada día al mediodía.
— Bien.
Después la mujer se echó a llorar:
— ¡Djehá ha muerto! ¡Djehá ha muerto!
Djehá de Uargla fue entonces a decir a la mujer de Djehá de Nguça:
— Djehá me ha pedido, que si él muere, sea yo mismo quien le haga el aseo funeral y quien lo amortaje.
— Bien —dice ella—.
Tras hervir una olla de agua, lo lava y se cerciora de que verdaderamente está muerto. Le dice a la mujer:
— ¡Tráeme el sudario y una aguja gorda!
Se
pone a coser el sudario al cuerpo. Al pinchar la aguja en el sudario,
le pincha a Djehá en la carne. Éste no se queja en absoluto. Djehá de
Uargla le dice a la gente:
— Adelante con el enterramiento.
Se
le da sepultura en medio de una piedra que no se mueve. Después se va.
Cada día, la mujer de Djehá de Nguça trae la comida a su marido al
mediodía. Djehá de Uargla se dio cuenta. Un día, antes del mediodía, le
lleva al otro un poco de pan, muy poco, y le dice:
— ¡Toma, tu desayuno!
— Trae, dice el otro.
Al recibirlo, se da cuenta de que es una pequeña cantidad, y pregunta:
— ¿Por qué no me traes más para desayunar?
— La harina se ha terminado —dice el otro—.
— No te lo había dicho —dice el otro—, pero el dinero se encuentra en la bodega.
— Vale —dice el otro—.
Y
sale corriendo a la casa de Djehá de Nguça. Espera a que la mujer salga
con el desayuno. Después entra en casa de Djehá de Nguça y le roba todo
el oro. La mujer, al llegar, le dice a su marido, en la tumba:
— ¡Toma, tu desayuno!
— Vale —le responde— pero, ¿no me lo habías traído ya?
— En absoluto, dice ella.
— ¡Levanta rápidamente la losa! —dice él— eso es Djehá que ha venido.
Ella levanta la losa y él vuelve a su casa corriendo, pero ya no encuentra el oro. Él comprende. Le dice a Djehá de Uargla:
— ¡Perdóname! Llévate el oro. Ya no volveré aquí nunca más, pero déjame regresar a mi ciudad.
Volvió
a su ciudad jurando: «No volveré más con este Djehá. ¡Qué no habrá
hecho en su vida! Ésta si que ha sido una buena jugada por su parte.»
En boca de Dj., de 22 años en 1946.
IV
LEYENDA DE LA FUENTE DE ZEMZEM SUPERIOR
Un
marroquí muy letrado, confeccionador de encantamientos, había leído en
un viejo libro que había un tesoro escondido en la fuente llamada Zemzem
Superior en el país de Uargla.
Entonces, él vino a Uargla, y al cabo de dos o tres días, conoció a un uargli al que tomó como amigo. Un día le dijo:
— He venido a rogarte que me indiques dónde se encuentra la fuente de Zemzem Superior.
Salieron
de noche y se pararon al borde de la fuente. El sabio se puso a quemar
sus inciensos y a hacer encantamientos, hasta que toda el agua de la
fuente hubo desaparecido del suelo. La tierra temblaba y un ser humano
apareció de forma bizarra. No tenía más que las mitades de todo: una
sola pierna, un solo ojo, una sola mano, una sola oreja. Se dirigió al
sabio:
— ¿Qué quieres?
— Hazme —le dijo el sabio— una escalera que llegue hasta el fondo de la fuente.
Le
hizo una escalera. El sabio bajó sin dejar de hacer sus hechizos. Al
llegar al fondo de la fuente, encontró tres cántaros de barro cocido
llenos de oro. Los cogió y subió. A medida que subía, el agua retornaba a
su lugar. Cargó los cántaros sobre un camello y volvió a su país. Su
amigo volvió a la ciudad. Al día siguiente, los propietarios encontraron
su fuente muerta: el agua ya no corría. Nuestro uargli les dijo
entonces:
— Vuestra fuente ha sido muerta por un marroquí: se ha apoderado del tesoro que se ocultaba en ella y se ha ido cargado con él.
Los otros replicaron:
— Entonces, ¿por qué le has mostrado dónde se hallaba nuestra fuente?
Lo apalearon violentamente y lo soltaron.
Pero desde entonces, la fuente de Zemzem Superior nunca más volvió a manar.
En boca de Dj., de 22 años de edad en 1946.
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