lunes, 11 de junio de 2018

La espiritualidad en China

Fe en tiempos de materialismo: espiritualidad y religión en China

Fe en tiempos de materialismo: espiritualidad y religión en China
Fuente: Pixabay
La República Popular China no es el bastión del ateísmo que muchos todavía imaginan. Tras la histórica supresión de toda manifestación religiosa durante la Revolución Cultural, el país asiste hoy a un auténtico resurgir del sentimiento espiritual y religioso. ¿Cómo responde el Partido Comunista Chino (PCCh), la mayor organización atea del mundo, ante los desafíos que pueden plantear los grupos movidos por algo tan transformador como la fe?
Hubo un tiempo en que China se gobernaba prácticamente desde sus templos, centros de culto espiritual diseminados por los pueblos y ciudades del vasto imperio. Aquellos no eran solo espacios en los que honrar a un dios o conmemorar un día sagrado; también eran lugares donde un comité local decidía y manejaba todos los aspectos de vida de la comunidad. Los templos eran espacios de reunión, proclamas y castigos. Lugares sagrados convertidos en auténticos centros de poder.
El sistema religioso estaba totalmente integrado en el sistema político, como un pegamento que mantenía aglutinada a la sociedad. A la cabeza se hallaba el emperador, “hijo del Cielo” y representante de este en la Tierra. Es por ello por lo que, cuando los revolucionarios de finales del siglo XIX se propusieron tirar abajo el sistema, empezaron por la religión.
Es preciso recordar que las doctrinas mayoritarias de entonces —budismo, confucianismo y taoísmo— no funcionaban como instituciones separadas, con su masa de creyentes y estructura orgánica propias, sino que la gente creía en una amalgama de fes a las que a menudo se ha referido simplemente como “religiones chinas”. El sentimiento religioso no era tanto una cuestión de etiquetas, de esta o aquella identidad, sino una cuestión de comunidades con dioses, días sagrados y ritos propios. Por ello tiene más sentido hablar de fes que de religiones.
Se calcula que el país tenía en torno a un millón de templos a comienzos del siglo XX, con pueblos que acogían varios lugares de culto. Fuente: ArchitectureIMG.com

La última dinastía

El que siguió a la caída de la dinastía Qing en 1912 fue uno de los mayores movimientos antirreligiosos de la Historia. El fenómeno ocurría en una época de declive de la civilización china tradicional y la consiguiente crisis de confianza. El sentimiento de superioridad de la cultura china que caracterizaba a la sociedad del Imperio del Medio no duraría más que hasta el encuentro con Occidente en las guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860). Aquella serie de derrotas militares transformaron dicho sentimiento en una necesidad de grandes cambios para poder sobrevivir. No bastaba con nuevas políticas, ni siquiera con una nueva dinastía: había que tirar todo el sistema abajo.
Paralelamente, una fe extranjera crecía cada día en número de adeptos. Al contrario que el islam, que permanecía casi confinado en una región periférica desde hacía siglos, el cristianismo comenzó a extenderse por las clases más influyentes, acelerado por la llegada de misioneros cristianos tras las derrotas chinas en las guerras del Opio. Y esta fe atrajo la mirada de los reformadores, que veían en Occidente una fuente de inspiración para la construcción del nuevo régimen. La atrajo hasta el punto de que se propusieron destruir todo aquello que no se asemejara a las prácticas cristianas tachándolo de superstición. Así comenzó la limpieza religiosa, con la implementación del cristianismo como método para acabar con las viejas formas. Desde el fin del imperio a la victoria comunista en 1949, alrededor de la mitad de los templos que poblaban China a final de siglo fueron destruidos o destinados a otros usos.
El líder del Kuomintang, Chiang Kai-shek, reza en una iglesia en Nanjing en 1948. Fuente: Everyday Life in Maoist China

Religión en la era comunista

Durante los primeros años de la República Popular China, todavía se toleraba la religión. Se permitió a budistas, taoístas, musulmanes, católicos y protestantes —las cinco religiones oficiales— formar asociaciones y dirigir los templos, mezquitas e iglesias que quedaban en pie. Pero esta situación no duraría mucho: en los 50 Mao empezó a suprimir la actividad religiosa, y para cuando lanzó la Revolución Cultural en el año 66 el PCCh comenzó uno de los asaltos a la religión más atroces de la Historia. Todos los lugares de culto se desmantelaron o se convirtieron en fábricas u oficinas del Gobierno. Monjes de todas religiones fueron obligados a casarse o enviados a prisión y otros tantos comenzaron a reunirse en secreto y tratar de guardar sus escrituras y manuales de rito. Se prohibió la práctica de cualquier forma física de espiritualidad, como la meditación y muchas artes marciales. La única forma de culto permitida era el culto a Mao; algunos incluso le rezaban. Parte de esto era bajo coacción —no mostrar suficiente fervor revolucionario era motivo de cárcel o muerte—, pero para muchos constituía un buen sucedáneo de religión a falta de libertad para profesar otras fes.
Pero Mao no era ningún dios, y cuando murió muchos no supieron cómo canalizar sus miedos y aspiraciones. El partido respondió con un intento de volver a los 50 y en 1982 publicó el llamado Documento 19: “El punto de vista y política básicos sobre la cuestión religiosa durante el período socialista de nuestro país”. Se trata de un texto en el que se reconocen los errores del periodo maoísta y se establece un renovado “respeto y protección de la libertad de creencia religiosa”. Los líderes del PCCh parecían convencidos de que el sentimiento religioso moriría con las generaciones anteriores a 1949. Como resultado, se alcanzó un equilibrio reflejado hoy en la tolerancia por parte del Gobierno de aquellas expresiones religiosas que discurren por canales oficiales y no amenacen la estabilidad o el orden impuesto por el partido. Esto se traduce en un estricto control gubernamental de los templos, mezquitas e iglesias que se reabrieron tras el Documento 19 y un pequeño o nulo espacio de la religión en la esfera pública y los medios de comunicación.
Para ampliar: “China’s Great Awakening”, Ian Johnson en Foreign Affairs, 2017

El resurgir de la fe

El colapso del maoísmo tras su muerte tuvo un doble efecto en la sociedad. Por un lado, la libertad de creencia religiosa aumentó paulatinamente y se ampliaron los márgenes de sus distintas manifestaciones. Por otro, dejó un vacío espiritual que, décadas después, empujaría a la gente a preguntarse por la felicidad más allá de las ganancias materiales. En 2005 se calculó que cerca de 300 millones de chinos —el 31% de la población— eran religiosos, tres veces más que la anterior aproximación oficial. El cristianismo es la religión que más rápido crece; algunas investigaciones han concluido recientemente que su número de creyentes en China alcanza los cien millones —comparados con los 89 millones de miembros del PCCh—.
Para ampliar: “New religious breakdown in China”, Alana Yzola en Business Insider, 2015
Fuente: Reuters
Hay minorías étnicas en China —como los budistas tibetanos o los uigures musulmanes— que siempre han tenido presente la religión, a menudo como forma de resistencia frente a un Estado opresor. Pero la espiritualidad o el sentimiento religioso también se está abriendo paso entre los chinos de etnia han, el grupo al que pertenece el 91% de la población. Y, aunque China es el país más irreligioso del mundo, la religión se ha convertido en un sistema de apoyo para quienes no encuentran suficientes respuestas en la sociedad secular. Ya no es cosa de grupos marginales, sino también de los grupos más beneficiados por el despegue económico.

Los peligros de la meditación

El PCCh observa con cautela el estallido del sentimiento religioso, temeroso de los desafíos que podría plantear al statu quo. El episodio más significativo tuvo lugar en 1999 —y en adelante— con la prohibición del movimiento Falun Gong. Falun Gong —o Falun Dafa— se originó a finales de los 80, en pleno boom de las prácticas chi kung, centradas en la salud como la meditación, el taichí y la acupuntura. Durante este periodo proliferaron numerosos grupos que atrajeron la atención de cientos de millones de personas hacia estas prácticas, sobre todo gente de entornos urbanos. Pero Falun Gong se diferenciaba del resto de grupos en la medida en que combinaba las prácticas físicas con enseñanzas morales y espirituales. Se trata de una organización sin estructura jerárquica, sin membresías, sin espacios para la adoración. La autoridad espiritual e ideológica del movimiento se concentra en su líder, Li Hongzhi —quien habló en alguna ocasión de visiones apocalípticas y advirtió de la existencia de alienígenas—. ¿Religión? ¿Culto? ¿Secta? Para el tema que nos ocupa, un movimiento espiritual pacífico cuyas cifras de seguidores han terminado por asemejarse a las de los miembros del PCCh.
El emblema falún muestra diversos taijitus —símbolos del yin y el yang— y sauvásticas, símbolo de buena fortuna conocido en China como wan. Fuente: Wikimedia
A medida que crecía la popularidad de Falun Gong, incluso entre los chinos de la diáspora, también lo hacían los miedos del por aquel entonces presidente Jiang Zemin. La campaña de demonización del movimiento escaló en abril de 1999 cuando cerca de 10.000 practicantes se reunieron en Pekín para protestar contra el Gobierno y demandar el fin del acoso mediático. Aquel episodio supuso el mayor incidente político desde las protestas estudiantiles de Tiananmén una década antes. Fue entonces cuando el Gobierno se propuso acabar con la organización declarándola ilegal y procediendo a la quema de libros y la detención de sus seguidores, que se cuentan por decenas de miles. Ethan Gutmann, autor de La masacre, calculó que al menos un 15% de la población encarcelada en campos de trabajo para la “reeducación” pertenecían a Falun Gong. Organizaciones de derechos humanos denunciaron que los detenidos estaban siendo objetos de trabajos forzados, torturas, ejecuciones arbitrarias y sustracción de órganos.
Hoy Falun Gong es uno de los mayores movimientos opositores al Gobierno chino, con millones de practicantes dentro y fuera de las fronteras del país. En Hong Kong el grupo ha desarrollado conexiones con otros grupos prodemocracia y continúa convocando manifestaciones y participando cada año en la conmemoración de la masacre de Tiananmén y las marchas del 1 de julio. En Taiwán, donde el grupo tiene una presencia muy significativa, participan en las campañas contra la anexión a la República Popular.
Para ampliar: “Followers of Falun Gong in Public Relations Battle”, Daniel J. Wakin en The New York Times, 2002
Practicantes occidentales de Falun Gong durante una protesta en Tiananmén en 2001. Fuente: Minghui
La persecución del grupo es un ejemplo de la necesidad del partido de acabar con toda organización que suponga una remota amenaza al orden existente, pese a que Falun Gong es una organización sin historial de violencia o actividades terroristas, salvando el incidente en Tiananmén en 2001, en el que cinco supuestos seguidores se quemaron a lo bonzo y dos murieron. La gran ironía de este oscuro episodio es que el Gobierno chino convirtió a Falun Gong exactamente en aquello que temía.

No es país para creyentes

El partido responde con cierta flexibilidad ante los grupos religiosos guiados y financiados desde China, pero aquellos con conexiones en el exterior, como los budistas tibetanos y su exiliado dalái lama, los musulmanes inspirados por movimientos islámicos mundiales o los cristianos que se vuelven al exterior en busca de liderazgo, son sistemáticamente perseguidos. De ahí los recientes episodios de demolición de iglesias o la eliminación de más de 1.200 cruces cristianas desde 2013, en lo que muchos perciben como un intento de frenar la expansión del cristianismo en el país, o la exigencia del Gobierno de que los musulmanes —uigures, kazajos, kirguises— entreguen sus copias del Corán so pena de castigo.
Para ampliar: “Lo que China esconde: el encaje uigur”, Benjamín Ramos en El Orden Mundial, 2015
La nueva búsqueda de espiritualidad es más profunda que cualquier otra expresión de insatisfacción con objetivos a pequeña escala. Si bien es cierto que la fe puede ser una vía de escape a la política, también lo es que puede inspirar la acción social. Los movimientos espirituales y religiosos tienen la capacidad de transformar radicalmente una sociedad, porque ofrecen un proyecto alternativo de sistema y la fe es un poderoso pegamento aglutinador. O bien, como en el caso de los uigures musulmanes o los budistas tibetanos, puede ser una forma de resistencia contra el régimen opresor. Es por ello por lo que China teme tanto las manifestaciones religiosas desde el momento en que comienzan a escapar al control gubernamental.

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