lunes, 31 de marzo de 2014

Españoles expulsados de Bélgica

Una “carga excesiva” de españoles

Bélgica ordenó en 2013 la expulsión de 4.812 inmigrantes europeos, 291 procedentes de España, porque pesaban demasiado en la red asistencial. Tres de ellos cuentan su suplicio

Esta semana, Alemania anunciaba que acabará con la "inmigración de la pobreza"

Dolores Cañizal, una de las españolas expulsadas, el jueves pasado, en Marbella. / FOTO: GARCÍA SANTOS
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Pesa sobre usted una orden de expulsión. Debe abandonar Bélgica en un máximo de 30 días. En caso contrario, podría ser detenida y conducida hasta la frontera.
El teléfono de Dolores Cañizal amaga con cortar su voz en cualquier momento. Dos años después de llegar a Bélgica en búsqueda de trabajo, está a punto de cruzar la frontera franco-belga de vuelta a España, de vuelta a la casa de sus hijos de la que salió “para no dar más guerra”. No retorna voluntariamente: en diciembre recibió una orden de expulsión por, según le dijeron en la escueta conversación que mantuvo con un funcionario belga de migraciones, abusar del sistema de la seguridad social. Como ella, casi 5.000 europeos —entre ellos 291 españoles— fueron expulsados del país en 2013, en virtud de la interpretación que el Ejecutivo belga hace de la directiva —por ser una “carga excesiva”— que regula el libre movimiento de personas en la UE.
A sus 66 años, esta castellana llevaba más de dos décadas viviendo en Marbella hasta que el paro le empujó a Bélgica en marzo de 2012. “Fue una mezcla de orgullo personal y ganas de quitar una carga a mis hijos”, apunta, con tono nervioso. No puede contener su desilusión y rabia. Llegó a Bruselas por la insistencia de un amigo que vivía allí y que le proporcionó alojamiento los primeros meses. No tardó mucho en encontrar trabajo en el décimo país con menos paro de la UE: pocos días después de lograr su carné de identidad —un documento imprescindible para trabajar legalmente en Bélgica—, firmó un contrato como asistenta de limpieza por horas en casas y oficinas. Al principio, la barrera idiomática fue un lastre, pero a medida que transcurrían las semanas la carga de trabajo y los ingresos crecieron. “Confiaban en mí”, relata al otro lado del teléfono, “aunque empezaba a estar mayor para un trabajo tan físico”. Una lesión en la espalda y las generosas condiciones que ofrece el —aparentemente— garantista sistema belga, acabaron por adelantar su jubilación. “Me dijeron que cobraría 981 euros mensuales, lo suficiente para poder vivir”, añade. “Nunca se me pasó por la cabeza el calvario que viví poco después”. Su intención no era jubilarse, pero la Seguridad Social le propuso esta fórmula —a pesar de que llevaba poco más de un año cotizado— y se acogió a ella.
El Estado busca amedrentar a quien recibe la carta”, dice Carlos G., que reclama su derecho a quedarse
Tras un año cobrando la pensión puntualmente, dejó de recibir la prestación que le correspondía en noviembre pasado. “Pensé que sería un error y no le di más importancia”. Sin embargo, dos días después recibió en el buzón la orden de deportación. La carta, con el membrete del Ministerio del Interior belga, le emplazaba a presentarse en las oficinas administrativas de Evere —uno de los 19 Ayuntamientos en los que se divide Bruselas—, de clase media, en la que residía, a unos 10 kilómetros al norte de la Grand Place. “No sabía por qué querían que fuera y cuando llegué, casi sin dirigirme la palabra, un funcionario me retiró la tarjeta de residencia”, el documento que permite a cualquier extranjero —sea o no comunitario— residir en el país un máximo de cinco años. “Cuando me dijeron que tenía que abandonar el país en un plazo máximo de 30 días no me lo podía creer, justo cuando empezaba a salir adelante”, añade emocionada. “Nunca había pedido una ayuda a los servicios sociales; ni me aproveché de las arcas públicas”.
Aquel día empezó un auténtico vía crucis para Dolores: sus ahorros apenas le permitían abonar las facturas, perdió la fianza del apartamento que acababa de alquilar, tuvo que hacer cábalas para comprar el billete de vuelta y regalar las pertenencias que no podía llevar en el equipaje de vuelta. “Ni siquiera me ha dado tiempo a venderlos”, desliza resignada.
El derecho comunitario permite a cualquier ciudadano europeo permanecer hasta tres meses en otro país de la UE con su DNI como único equipaje. A partir de ese momento, el permiso de residencia está condicionado a que la persona tenga un contrato de trabajo; disponga de un seguro médico y de recursos económicos suficientes para vivir sin necesidad de recurrir a ayudas sociales; esté estudiando en alguna institución educativa del país o sea familiar de primer grado de alguna persona que cumpla los anteriores requisitos. Si no cumple con al menos uno de estos condicionantes, la legislación europea deja la puerta abierta a una expulsión, pero la limita a “circunstancias excepcionales”.

Lo que dice la directiva

Así reza el punto 16 de la directiva de 2004: “Los beneficiarios del derecho de residencia no podrán ser expulsados mientras no se conviertan en una carga excesiva para la asistencia social del Estado de acogida. (...) Conviene que el Estado examine si tal recurso obedece a dificultades temporales y que tenga en cuenta la duración de la residencia, las circunstancias personales y la cuantía de la ayuda concedida antes de poder decidir si el beneficiario se ha convertido en una carga excesiva para su asistencia social y si procede su expulsión”.
13 de los 28 países de la UE —entre ellos, la propia Bélgica, Alemania, Francia, Italia, Austria e Irlanda— practican expulsiones selectivas de inmigrantes comunitarios amparándose en la “carga excesiva” que suponen para sus arcas.
4.812 europeos —291 españoles— fueron expulsados de Bélgica en 2013, más del doble que un año antes.
El último en sumarse a esta interpretación de la legislación comunitaria ha sido el Gobierno alemán, que el miércoles anunció su intenciónde acabar con la “inmigración de la pobreza” imitando el efectista esquema belga.
La Comisión Europea ha ratificado la legalidad de las medidas belgas y alemanas y ha admitido “problemas puntuales” en algunos Estados miembros.
Sin embargo, el margen de maniobra que el texto otorga a cada país produce situaciones como la de Bélgica. Iván Salazar, responsable de ayuda social de la asociación Hispano-Belga que, como su propio nombre indica, tiende puentes entre España, Latinoamérica y Bélgica, lo tiene claro: “Las expulsiones de españoles se han multiplicado en los últimos meses”. Al principio, dice, les chocaba que tantas personas acudieran a la asociación con el mismo problema. “No sabíamos de qué hablaban cuando decían que les habían expulsado”, añade con tono pausado. “Pero con el paso del tiempo empezaron a llegar más y más casos”. La gran mayoría de ellos decide, como Cañizal, regresar a España.
Apenas seis kilómetros al este de la Hispano-Belga, vive Carlos G. y su pareja belga, Eliane Istace. Este catalán tuvo que echar el cierre en 2009 a las dos empresas que regentaba en Barcelona: un restaurante y una compañía de servicios de limpieza. El paro ya arreciaba y, de un día para otro, se vio en la tesitura de tener que emigrar. Probó suerte en Holanda, donde vivían unos conocidos, pero el idioma le obligó a buscar otros lares. “No duré ni un mes”, rememora. Acabó en Bruselas, a donde llegó con “poco dinero”. Como Cañizal, Carlos se hospedó las primeras semanas en casa de unos amigos mientras estudiaba francés: casi ocho horas diarias, con una ayuda social de 380 euros. “Es un país solidario”, apunta mientras apura un último trago de vino rosado. Acaba de cumplir 50 años y mantiene una actitud jovial: únicamente el pelo cano delata su edad.
Cuando su francés empezaba a ser lo suficientemente bueno, Carlos se acogió al artículo 60 —una fórmula que ofrece a los desempleados un salario a cambio de trabajar en ayuda social— y firmó un contrato en una residencia de ancianos de Etterbeek, el barrio en el que vive. “Todo iba bien: conocí a mi pareja, ganaba lo suficiente para vivir... Hasta que recibí la orden de expulsión”.
L.B., español de origen magrebí que ha recibido una orden de expulsión, el jueves, en Bruselas. / FOTO: DEMI ÁLVAREZ
De verbo fácil, maneja bien la intrincada terminología jurídica que rodea su caso —estudió tres años de Derecho— y se explica en un frañol que da fe de su total adaptación a la sociedad belga. Clava sus ojos en los papeles mientras se apagan los últimos rayos de sol del primer día de primavera en Bruselas. Su mirada denota rabia. “Voy a luchar porque es un sinsentido: es como si te ayudaran para luego echarte”. De momento, Carlos está centrado en ganar la batalla en los tribunales, que en abril resolverán su recurso, en el que ha llegado a renunciar explícitamente al seguro de desempleo. “No quiero más ayudas, solo que me dejen trabajar aquí, en mi entorno”. Por si su apelación no prosperara, Carlos aún guarda una bala en la recámara: que el Estado belga acepte su cohabitación con su pareja. Espera que la situación no se alargue mucho en el tiempo —“cumplo todos los requisitos y creo que ha sido un error administrativo; si no, no me lo explico”—, pero advierte de la frágil situación en la que se encuentran otros expulsados. “El Estado busca amedrentar a quien recibe la carta y que, presa del pánico, abandone Bélgica voluntariamente”.
En España no tuvimos problemas de racismo, y aquí, es institucional”, dice L.B., español de origen magrebí
Ese es el caso de L. B., su mujer y tres de sus cuatro hijos, que prefieren permanecer en el anonimato por miedo a represalias. Tras 26 años trabajando en Mallorca, este marroquí de Tánger se vio abocado a emigrar a Bélgica en 2011 para trabajar en la construcción, “como autónomo y sin la más mínima medida de seguridad”. Se explica en un castellano gramaticalmente perfecto y enseña su pasaporte español con orgullo: todos sus hijos han nacido en Baleares. La decisión de marcharse a Bruselas no fue fácil y se hizo aún más cuesta arriba cuando ya en Bélgica, solo dos meses después de empezar a cobrar una ayuda social de 600 euros “por la escolarización de los niños”, recibió la temida orden de expulsión. Desde entonces, apenas logra conciliar el sueño temiendo que les expulsen “en cualquier momento” del diminuto piso en el que viven, en el céntrico y multicultural Saint-Gilles. “Me han dicho que la policía puede presentarse en cualquier momento para ponernos en la calle”. Ha pasado casi un año desde que recibió el aviso de que debía abandonar Bélgica y el temor sigue latente.
“Solo espero que la situación mejore en España y que podamos volver”. Por lo pronto, su hijo mayor, de 18 años y sobre el que también pesa una orden de expulsión, ya se ha asegurado un puesto como repartidor de butano en su Mallorca natal durante los meses de julio y agosto. Mientras, estudia junto a sus hermanos pequeños en un colegio público del barrio. “Es importante que aprenda idiomas: habla español, árabe y francés, y ahora ha empezado con el neerlandés”, afirma L. B. Su gesto se tuerce al ser preguntado por la integración, uno de los puntos que la UE considera clave para frenar la expulsión. “Nos hemos sentido muy mal tratados en Bélgica, en España nunca tuvimos problemas de racismo y aquí, en cambio, el racismo es institucional”. Su rabia es tal que le lleva a preguntarse por los verdaderos valores europeos. “Somos españoles, somos europeos y no podemos vivir en Europa. ¿En qué consiste entonces la UE?”.

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