sábado, 5 de marzo de 2016

La gran familia rumana

La gran familia rumana

Nacidos en Rumania pero repartidos por Europa, forman parte de la minoría étnica más numerosa del continente, los romaníes

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Con un solo gesto, Ioana Marin acaba de poner firmes a tres de sus nietos. Los críos, de entre siete y diez años, no paran de enredar. A la matriarca gitana solo le ha hecho falta chascar la lengua y los tres chiquillos, cubiertos de polvo, se han sentado frente a ella con la cabeza gacha. La menuda Ioana, de 67 años, dirige a su enorme familia prácticamente sentada sobre la colcha de su cama, en la casita del condado rumano de Vaslui –uno de los más pobres del país– en la que ha vivido más de medio siglo. Junto a la estufa de adobe que usan para calentarse y cocinar, gestiona la comida, la compra, la escuela de los más chicos, el traslado al hospital de una nuera y el regateo para conseguir una novia a uno de sus nietos.
La mujer, de vivos y pequeños ojos negros y pañoleta rosada sobre sus –aún– oscuros cabellos, ha tenido 15 hijos. Grina, Julian, Victor, Bordel, Aurel, Danuta, Laura, Mitrica, Nicoleta, Maslina, Gigel… Todos han nacido en la vivienda de dos habitaciones de ladrillo y adobe, que ni siquiera hoy tiene agua corriente ni baño. Algunos dormían en las cuatro camas disponibles, cuenta Ioana. “El resto, sobre las alfombras. En el suelo”, apunta. Ha sido cabeza de la familia desde mucho antes de enviudar, hace ya 25 años. Su esposo, Ionel, detenido durante la dictadura de Ceausescu tras un difuso altercado –“entonces, a la mínima acababas en la cárcel. Y los gitanos más”, remata la matriarca–, pasó sus últimos 13 años de vida en prisión.
Hoy, la mayoría del clan Marin –muchos de sus hijos y decenas de nietos– se encuentra a miles de kilómetros de Vaslui. Grina, en un asentamiento en Barcelona; Maslina, en un piso en Alemania; Julian, en una caravana en Francia. Viven, como muchos de los romaníes, desperdigados por Europa en una diáspora constante. Forman parte de la gran familia gitana. Aunque su cuna se sitúa en Rumania, Bulgaria y otros países de los Balcanes, el árbol genealógico de esta etnia extiende sus ramas por todo el continente. Sobre todo desde la adhesión de varios de estos países a la Unión Europea. Son la minoría más numerosa del territorio Schengen, donde habitan unos 10 millones, según datos de las instituciones comunitarias. En Rumania, donde se estima que reside la mayor parte, los registros oficiales hablan de unos 500.000, pero los expertos –también el Gobierno– apuntan a que la realidad puede cuadruplicar esa cifra (2 millones, el 10% de la población). En España, donde habita una de las mayores comunidades fuera de los Balcanes, hay unos 750.000. En Francia, el destino elegido por la mayoría de los vecinos de Vaslui, son unos 350.000 después de las expulsiones de los últimos años.
En Rumania viven 500.000 romaníes, según los registros oficiales. Los expertos elevan la cifra hasta los 2 millones
En el pueblo de los Marin amaneció hace cuatro horas y la bruma lo inunda todo. Es de color gris sucio y tan densa que se podría masticar. El invierno en esta zona –a seis horas en tren al noreste de Bucarest, cerca de la frontera con Moldavia– es hostil. Hoy, los nietos que Ioana tiene a su cargo no han ido a la escuela y pasan el día correteando por la parcela sembrada de trastos y curioseando a la extranjera. A la gadjí (no gitana). Shakira, de once años, y Daniela, de ocho, juegan a posar como dos modelos cerca de la porqueriza donde olisquean tres cerdos. Robin y Josmin –nueve y siete años–, más traviesos, persiguen a dos cachorrillos de perro. Mientras, Narzisa prepara los ingredientes para cocinar una ciorba (sopa). Tiene 15 años y es quien se ocupa de todo en la casa. Cuando su padre –hijo de Ioana– murió, su madre volvió a casarse y dejó a la chica y a dos hermanos con la abuela. La ven poco.
Narzisa lleva los cabellos recogidos en un moño, que cubre con un pañuelo negro y azul. Es alta, con curvas y viste una falda hasta los pies. Se ruboriza y esconde la mirada cuando la familia comenta que ya está en edad de casarse. Su hermana Ramona lo hizo hace un par de años, con 13. La familia de Ioana recibió por ella unos 2.500 euros; la cantidad usual. Ya tiene dos hijos. Pero Ioana, que es quien ordena y manda, no quiere que Narzisa se vaya. “No se casará hasta los 20”, zanja. Seguirá viviendo con la abuela, que la mantiene a ella y a otro buen puñado de nietos con su pensión, que no llega a 100 euros al mes. Teóricamente, debe recibir del Estado una ayuda por cada niño si permanece escolarizado, pero Ioana asegura que no ve un céntimo de ese dinero. ¿Se lo quedan las autoridades? ¿Sus padres? La abuela no es la tutora legal de los menores.
Ioana en realidad solo se llama así sobre el papel. Es su “nombre rumano”. El oficial. Con el que está registrada en la Administración y –como muchos otros romaníes– con el que se presenta a los gadjé. Su nombre gitano es Cireasa. “Cereza, como los frutos que caen del árbol”, ríe tapándose la cara con las manos. En su casa mezclan el rumano y el romaní –como la mitad de los gitanos nacidos en el país–. Y ella no sabe escribir más que las letras de su nombre: “Aprendí a base de copiarlo una y otra vez para firmar y esas cosas”, dice encogiéndose de hombros. En su época, los chiquillos gitanos no iban al colegio. Ninguno de sus nueve hermanos aprendió a leer. En Rumania, un 25% de los romaníes son analfabetos, según un estudio de la Fundación Soros. Y apenas el 12% de entre 18 y 30 años han completado la secundaria.
La abuela, como Ramona, también se casó a los 13. Lo hizo con un muchacho gitano, de 17, cuya familia “venía de Rusia”. El chico –después, su esposo, Ionel– no hablaba una palabra de rumano. Tampoco tenía “todos los papeles”, que ella le consiguió, cuenta, en el Ayuntamiento. Él y un hermano suyo construyeron la casita de dos habitaciones en la que aún viven.
La aldea ha cambiado mucho desde entonces. A ambos lados de sus dos únicas calles asfaltadas, como en muchos otros pueblos de mayoría gitana, han ido brotando casonas y coloridos palacetes –un par de ellos adornados hasta lo más barroco– que algunas familias romaníes han construido con el dinero que han juntado en la diáspora. Gran parte de ellos tienen hoy las ventanas y las puertas cerradas a cal y canto. Están vacíos. Con las bajas temperaturas sus ocupantes suelen trasladarse a latitudes de clima más amable que el de Vaslui. Además, reconoce Ioana, en la zona hay poco –o nada– que hacer cuando llega el invierno si no se tiene un empleo formal. Y en Vaslui, como en el resto del país, el desempleo entre los gitanos se acerca al 80%.
Si la salud se lo permitiera, asegura, Ioana dejaría el pueblo. Ya emigró hace siete años. Empacó algunas cosas y se marchó con uno de sus hijos y su nuera. Viajaron dos días en coche hasta llegar a Barcelona, donde ya se encontraban dos de sus hijas. Era la primera vez que salía de Rumania. Vivieron en un asentamiento chabolista en el barrio de Sant Andreu. Subsistían de la recogida de chatarra o enseres, que clasificaban y vendían a un trapero. Ropa, electrodomésticos, muebles… Por un par de zapatos podían recibir unos 50 céntimos. Las mujeres y los niños alternaban la recogida con la mendicidad a la salida de misa, en las calles comerciales, a las puertas de los mercados.
Ioana, la abuela, se casó a los 13 años. Igual que su nieta Ramona. La familia recibió a cambio lo usual: 2.500 euros
En Barcelona, cuenta Ioana, murió su hijo Casian. De fondo, sin sonido, el televisor arroja constantemente coloridas imágenes de una telenovela india a la que está enganchada toda la familia. David, uno de los nietos mayores y el ojito derecho de la matriarca, completa la historia. El hombre fue hallado ahogado en su furgoneta, aparcada en la calle. La policía –en la que no confían en absoluto al igual que recelan de la práctica totalidad de los gadjé– cerró el caso como un suicidio, pero los Marin creen que Casian fue asesinado. Un ajuste de cuentas, tal vez un desencuentro con otro gitano con el que compartía la propiedad del vehículo donde fue encontrado.
Después de lo que le sucedió a Casian, la salud de la matriarca empeoró. Le costaba caminar y ya no podía acompañar al grupo en la recolección de chatarra y enseres. Solo podía mendigar. Y la echaban cada dos por tres de las puertas de los supermercados o de las escalinatas de las iglesias. Año y medio después se cansó. Algunos de sus nietos más pequeños seguían en Vaslui y, cuando varios de sus hijos empezaron a pensar en cambiar Barcelona por Francia, decidió regresar a Rumania. No ha vuelto a marcharse y solo sale de casa para ir al médico o a la iglesia evangélica que cada vez más gitanos del pueblo frecuentan.
A veces sus hijos llegan de visita cargados de bolsas y fardos de ropa para regalar. O con algún mueble. La última vez, trajeron un coche. Un ajado Volkswagen rojo que David enseña con orgullo. Es una tartana que huele a gasoil, pero el chico de vez en cuando le da un par de vueltas. O lo aparca y desaparca. No más. Él es un tipo legal y no tiene el carné de conducir. Ni la edad para sacárselo: 17 años.
Ioana poco –o nada– sabe de la historia de su familia. “Mis padres, Paun y Arghira, murieron cuando yo era muy pequeña y jamás conocí a mis abuelos. Alguna vez me contaron que venían de Besarabia [hoy territorio moldavo y ucranio]”, explica. Aparca el tema enseguida. Parece que lo poco que sabe no es agradable. Como detalla la escritora Isabel Fonseca en su libro Enterradme de pie (Anagrama), una radiografía de los gitanos en los Balcanes, la mayoría de ellos ignora –quizá de manera consciente– los hilos de historia que tienen a sus espaldas. Su origen indio y milenario. El camino recorrido a tantos puntos de Europa. Su esclavización hasta el siglo XIX en Rumania, la vida nómada, el destierro y el exterminio con los regímenes pronazis; o las más recientes políticas de “asimilación” comunistas destinadas a eliminar por completo el nomadismo y a “homogeneizar” a la población, como sucedió en la Rumania comunista de Gheorghe Gheorghiu-Dej y Nicolae Ceausescu, explica el historiador Viorel Achim. A la mayoría se les obligó a dejar sus oficios de caldereros, joyeros, artesanos, ursarios (domadores de osos)…
Ionel Marin, el esposo de Ioana, fue uno de esos gitanos que durante los años de Ceausescu (1965-1989) y su programa de ingeniería social destinado a asimilar a los distintos grupos étnicos pasó a trabajar la tierra por cuenta del Estado. Una profesión, la de agricultor, a la que el régimen derivó al 47% de los romaníes, a los que reubicó a su antojo por todo el país –una política de asentamiento sin integración que desencadenó conflictos que aún hoy perduran–.
Sus hijos recuerdan que en aquellos años Ionel se hacía cargo de un campo de maíz. Hoy ese terreno no es propiedad de la familia Marin. Muerto el dictador, la mayoría de los gitanos que habían trabajado la tierra no pudieron reclamarla como suya. Sin embargo, cuando las temperaturas bajan y la niebla amenaza, los nietos de Ioana salen a recoger las mazorcas secas que quedan en ese campo. Arden casi tan bien, o mejor, que la leña seca, dicen.
Un 25% de los gitanos en Rumania son analfabetos. Y apenas el 12% de entre 18 y 30 años han completado la secundaria
Como hoy. Shakira, Daniela, Armando y Josmin trotan por uno de los campos recolectando los frutos amarillos y anaranjados –bobo los llaman– y los van lanzando al carro de caballos que conduce uno de los nietos mayores. No es festivo. Hay escuela, pero a ningún adulto parece importarle que pierdan unas cuantas horas –o el día– de clase. Una vez más. A Shakira sí. Le encanta ir al colegio. Es una niña preciosa, alta, espigada, de cabellos castaños y ojos color miel. Tiene una mirada dura, de alguien mucho mayor. A sus 11 años, ha vivido en España, en Francia, en Alemania y en Rumania. En los dos primeros países ayudaba en la recogida de chatarra y mendigaba con otras mujeres y chiquillos de su familia. Como el 10% de los niños romaníes en Rumania, Bulgaria, Italia o Francia, apenas pisaba la escuela. A la que va ahora es solo para niños gitanos. Una segregación que afecta a un alto porcentaje de romaníes en toda la UE.
Shakira es hija de Gigel y Madalina. La familia volvió hace unos meses de Alemania. Desde entonces, el padre, de 34 años, apenas ha puesto un pie fuera de su habitación de desconchadas paredes. “Tiene cáncer. Antes era un hombre grande, fuerte. Ahora es delgadito”, describe su esposa. Ella es gadjí. Conoció a Gigel hace más de dos décadas, trabajando la chatarra. Tienen nueve hijos –la pequeña, María, de solo un año–, pero tres están bajo tutela del Estado; casi nunca hablan de ellos.
Gigel y Madalina estaban en Lille (Francia) en 2010, cuando Nicolas Sarkozy decretó las expulsiones de miles de gitanos. La comisaria europea de Justicia, Viviane Reding, llegó a comparar aquello con lo peor de la II Guerra Mundial. “Daba la impresión de que se les echaba solo por pertenecer a una determinada etnia”, dijo. Se formó un enorme revuelo. Bruselas se quedó a un paso de abrir un expediente a París por violar el derecho de libre circulación de la UE. Los gitanos rumanos o búlgaros, como cualquier otro ciudadano, podían moverse y residir sin barreras por Europa, pero con salvedades. Francia se acogió a ellas. Y finalmente llevó a cabo las repatriaciones sin ser sancionada.
La pareja cuenta que las autoridades francesas entregaban 300 euros por persona a los que abandonaban el país, pero su familia decidió marcharse antes, cuando vieron que empezaban a entregar las notificaciones. No querían que les ficharan. Si lo hacían ya no podrían volver. Así, en una sola noche, recogieron los bártulos y emprendieron el camino a Rumania.
Las cosas se relajaron en Francia y la familia terminó por volver a Lille. En 2013, cuando el Gobierno socialista de François Hollande decretó una nueva política de expulsiones, Gigel y familia se mudaron a Dortmund. “Allí vivíamos en un piso, con baño, agua corriente… Ha sido la mejor época, la verdad”, cuenta el padre. En Alemania vivieron casi año y medio gracias a las ayudas sociales. Cuando los problemas médicos de Gigel se agravaron, plegaron velas de nuevo y regresaron a Rumania.
Gigel y Madalina, hijos de la matriarca, se encontraban en Francia cuando Sarkozy decretó la expulsión de miles de romaníes
Gigel nunca llegó a conseguir un empleo. Su cuñado Marin, sí. Por eso sigue en Dortmund. Trabaja media jornada limpiando un edificio de oficinas. Él, su esposa, Maslina, y sus tres niños viven con sus 400 euros de sueldo y los 700 de ayuda social que reciben del Estado alemán. Allí Maslina ha aprendido a leer y escribir. “Volveríamos a irnos, pero yo ya no puedo”, lamenta Gigel. No parece sentir mucho apego por una tierra en la que apenas tiene oportunidades; Rumania es, solo por detrás de Bulgaria, el país más pobre de la UE. Junto a él, dos de sus críos, Josmin y Robin, comen pipas y tiran las cáscaras al suelo. Nadie los regaña.
Las aspiraciones del nieto David, el ojito derecho de Ioana y a efectos prácticos uno más de sus hijos, son bien distintas. Ha estado en Francia y en Alemania y no le ha gustado. “Yo no quiero irme. Me gusta vivir aquí, pero querría tener un trabajo, construirme una casa”, dice con una sonrisa. El chaval, agudos ojos marrones y cabello oscuro, va impecablemente vestido y peinado. Le encanta arreglarse. Sentado en la habitación de Gigel, no suelta la mano de su esposa, Andrea. Se casaron hace poco. La chica, que acaba de cumplir 17 años, ya está embarazada de siete meses. No sabe qué espera. Como la mayoría de las romaníes no ha ido a ninguna consulta prenatal.
Andrea, como Madalina, es gadjí. Conoció a David, al que mira con adoración, en la Red. En Facebook. Él no tiene ordenador pero sí Internet en el móvil. Estuvieron hablando un año. Hasta que David se montó en un autobús y se fue a Oradea, en la otra punta del país, a más de 10 horas de camino. Cuando acordaron casarse, la propia Ioana y uno de sus hijos acompañaron a David a recogerla y a conocer a la familia. “Al principio a sus padres no les hizo felices… Ahora sí”, dice el chico.
“David hablaba con 10 chicas cuando nos conocimos”, lanza Andrea mordaz. Poco después de llegar al pueblo de Vaslui le pidió que cerrara su perfil. Ahora ambos comparten el de ella con el nombre de “Andrea y David”. La joven ha cambiado su hogar, con agua caliente, baño, varias habitaciones y cuadros campestres pintados en serie, por la casita de dos estancias de Ioana. Ya se ha mimetizado con la familia Marin. Atrás quedó la Andrea de silueta redondeada, minifalda, vaqueros ajustados o el uniforme blanco y negro de la escuela que se aprecia en su Facebook. Hoy viste una falda larga de color burdeos al estilo gitano y el cabello castaño tirando a cobrizo recogido en una coleta baja. Acaba de lavárselo en un barreño instalado en el patio, con agua templada.
Ha pasado frío y le duele el estómago. David, preocupado, la lleva enseguida a casa de Ioana. La abuela le echa un vistazo, desenfunda el móvil y prepara en un suspiro su traslado al consultorio. Enseguida parte en ambulancia, sola, a la maternidad de Iasi –la ciudad más importante de la región, a unas dos horas en coche–. Los médicos dicen que probablemente necesitará una cesárea. A la familia le disgusta la noticia. No solo por Andrea y la criatura. También porque aunque la sanidad rumana es gratuita, impera un sistema de mordidas por el que una cesárea cuesta unos 100 euros. Y ahora mismo los Marin no tienen el dinero. Andrea, efectivamente, se queda ingresada.
David está un poco enfadado consigo mismo. Tal vez también con Ioana –para los hijos, la madre suele tener la culpa de casi todo–, por lo rápido que han ido las cosas tras la boda. Le entristece, dice, no haber podido acompañar a Andrea, que no para de llamarle al móvil, asustada. Para ella es duro permanecer sola en el hospital. Su esposo la visita algunas veces, pero llegar a Iasi no es tan fácil. Mientras, ojea la Biblia de Ioana para buscar un nombre a su primer hijo. Un mes después anuncian por teléfono el nacimiento de Matei Philip. Un nuevo miembro para el clan Marin.
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