Las mil caras del milagro educativo chino
El gigante asiático es uno de los primeros países en vías de desarrollo que logra la enseñanza universal gratuita
La desigualdad sigue lastrando un sistema caracterizado por una competitividad feroz
Cao Minfang es un buen ejemplo de lo que ha logrado el milagro
educativo chino. No nació en el seno de una familia adinerada ni goza de
una mente especialmente privilegiada pero, gracias a muchos años de
duro trabajo y a los sacrificios de su familia, esta recién licenciada
en Ingeniería Informática se ha labrado un éxito que dentro de unos
meses culminará con un máster en Canadá. “Quiero ver el mundo, mejorar
mi educación, adquirir algo de experiencia laboral en la empresa
extranjera, y volver a China para poner todo eso en práctica y hacer
dinero”, cuenta.
La suya es una historia que se repite miles de veces en China. Concretamente, 400.000 estudiantes de la segunda potencia mundial se forman en el extranjero, un número que no supera ningún otro país. Y muchos copan la elite de las mejores universidades del planeta. Es el brillante resultado de un sistema sustentado en tres pilares: una rigurosa disciplina, respeto hacia la casi venerada figura del profesor, y una gran inversión por parte del Gobierno –China destina en torno al 4% de su PIB a educación– y de las familias.
No hace falta más que charlar un rato con la madre de Cao, Wu Weiwen, para dejarse asombrar por la espectacular progresión del país que fundó Mao Zedong en 1949. “Yo, como cientos de millones de personas, no tuve oportunidad de acudir apenas a clase. A los 13 años nuestra familia tuvo que abandonar Nanjing –capital de la provincia oriental de Jiangsu– e ir a trabajar al campo en la provincia de Anhui”. Tres años antes, en 1966, el Gran Timonel había decidido imponer la interpretación más radical del comunismo y dar comienzo a la nefasta Revolución Cultural, que supuso el cierre de muchos centros educativos.
“Algunas universidades volvieron a abrir en 1970, pero sólo admitían a gente del Partido o con guanxi –traducible como enchufe y referente a las relaciones personales, generalmente con miembros del poder–. Nosotros no éramos nadie”, recuerda Wu. La muerte de Mao permitió al nuevo líder, Deng Xiaoping, restablecer las pruebas de acceso a la universidad en 1977. Se presentaron 5,7 millones de jóvenes, pero solo un 4,8% consiguió una plaza. Hoy, a pesar de que la selectividad –llamada gaokao– es una de las más temibles del planeta, 9,12 millones se enfrentan a las pruebas y un 60% se matricula en alguna universidad. “Recuerdo muy bien la envidia que sentí entonces, porque sabía que aquellos privilegiados serían gente importante en el futuro. Así que me prometí que a mis hijos nunca les faltaría una buena educación”.
Wu ha cumplido su palabra. A pesar de que el divorcio le supuso hace
seis años un duro golpe económico, nunca ha escatimado un yuan para los
estudios de Cao, que decidió vivir con ella. “Si he tenido que trabajar
14 horas limpiando casas y comer una vez al día, lo he hecho”. Wu
reconoce que, en su caso, la política de natalidad aprobada en 1981, que
restringe a uno el número de descendientes en la mayoría de casos, ha
ayudado. “Como muchos otros padres, he podido concentrar los recursos en
ella, y seguiré haciéndolo hasta que consiga un trabajo”.
Pero no se puede obviar que hay un elemento clave que ha facilitado la historia de éxito de su hija: Cao nació en Shanghái, donde tiene su residencia oficial –llamada hukou–. Eso le ha permitido acceder a las instituciones educativas de la capital económica de China, la ciudad más próspera del país. A diferencia de lo que sucede en otros lugares, el 84% de los estudiantes de secundaria de Shanghái acceden a la universidad, y la calidad de la formación que reciben ha quedado certificada por los resultados cosechados en el último informe PISA, en el que la supremacía mundial de la ciudad que alumbró al Partido Comunista es indiscutible.
Cao se refiere al pequeño distintivo de plástico blanco que se coge
con un imperdible al uniforme de los mejores alumnos en primaria y que
fomenta la competitividad desde la más tierna infancia. Una barra roja
distingue al líder de grupo; el que tiene dos es el paladín de la clase;
y el que luce tres reina sobre todo su curso. “Creemos que es una
motivación extra para que los alumnos se esfuercen, un premio a su
trabajo”, explica Tong Yulei, maestra en el centro de primaria en el que
estudió Cao.
No obstante, esa recompensa se puede convertir en una peligrosa obsesión familiar. “Y también lo es que accedamos a lo que se llaman escuelas prioritarias”, explica Cao. Básicamente, son centros que reciben mayores recursos por parte del Gobierno y que están reservados sólo a los mejores alumnos. “Por eso, incluso antes del gaokao, la tensión se dispara a partir de los 14 años, cuando tenemos que hacer las pruebas del zhongkao, que determinan a qué instituto podemos acceder”.
Zhu Yufei está ahora en esa etapa. En unos meses se enfrentará a los exámenes, y sus padres le exigen que acceda al mejor instituto del distrito de Hongkou, en Shanghai. “La vida del estudiante chino es dura: nos levantamos a las seis de la mañana, tenemos que hacer ejercicios aeróbicos al llegar a la escuela, y, finalmente, a las 7.30 comienzan las clases”, cuenta Zhu. Lo que rara vez se sabe es cuándo acaban. Oficialmente, a las cuatro de la tarde terminan las horas lectivas. Pero muchos rezagados necesitan clases de apoyo que pueden alargarse hasta las ocho o las nueve de la tarde. De lunes a sábado. Y el resto tampoco pierde el tiempo: las extraescolares incluyen idiomas –sobre todo el inglés–, música y deporte. A Zhu le gustaría ser diseñadora de moda, pero sus padres ya han decidido que estudie contabilidad. “Siento que no tengo ningún tiempo para dedicarlo a lo que me gusta”, se queja Zhu.
Y el sociólogo de la Universidad de Fudan Xu Anqi le da la razón. “La ley que obliga a nueve años de escolarización básica gratuita data de 1986, y nadie duda que ha obtenido un éxito rotundo. Las estadísticas están ahí. China es el país en vías de desarrollo que más rápido ha alcanzado la enseñanza universal gratuita, uno de los siete Objetivos de Desarrollo del Milenio que Naciones Unidas puso para 2015”. La tasa de escolarización primaria impresiona: un 99,8% de los menores de 15 años van a clase. “Además, las tasas de abandono son muy inferiores a las de otros países con una renta similar, y nuestros alumnos están ya en la elite mundial”, añade Xu.
En 1990, cuando el Gran Dragón ya estaba desperezándose gracias a la
política de apertura de Deng, menos de un 4% de quienes tenían entre 18 y
22 años cursaba estudios de tercer grado. Actualmente, ese porcentaje
es de casi el 24%. “Pero todavía se puede mejorar mucho más”, afirma Xu.
“La obsesión con las calificaciones y los títulos están creando robots,
no personas. La excesiva competitividad lleva a una falta de ética
preocupante, la juventud tiene dificultad para relacionarse y resulta
excesivamente individualista. Se premian demasiado los logros
académicos, se infravaloran los logros humanos, y se pierden los valores
tradicionales”.
El objetivo de los confucianos, que suman cada vez más adeptos, es equilibrar los excelentes conocimientos técnicos que los chinos reciben en clase con una doctrina cívica. Porque, como decía su maestro, el ser humano aprende y sus virtudes son siempre mejorables, pero sólo se consigue con el trabajo de la comunidad a la que se pertenece. “No es fácil”, reconoce Kong. “La sociedad es cada vez más pragmática, razón por la que se valoran mucho más las asignaturas técnicas que las de Humanidades. Por eso, ahora más que nunca, necesitamos que se profundice en áreas como la Filosofía, más allá de memorizar antiguos textos y poemas sacados de contexto que sólo consiguen aburrir al alumnado. Pero no interesa. Se quieren resultados fácilmente cuantificables y, sobre todo, fáciles de rentabilizar. Eso lleva a ejercer sobre los niños una presión muchas veces insoportable. Incluso entre los más pequeños se elige cada curso al mejor alumno y se denigra al peor”.
La felicidad es secundaria. “No tengo tiempo para jugar con mis amigos”, se queja en un susurro Wang Yaolei, un niño de diez años que ya está convencido de que para conseguir el éxito sólo cabe el camino del sufrimiento. “Al principio mis padres me forzaban a venir. Ahora he comprendido que lo hacen por mi bien y estoy a gusto”, dice con voz mucho más firme. Su madre, que mira todos sus movimientos mientras está colgado de las anillas, reconoce que de él espera mucho. “Si se esfuerza puede hacernos ricos”, sentencia en un extraño alarde de sinceridad.
Esta presión tiene un elevado precio emocional: la mayoría de las 250.000 personas que se suicidan al año en China no ha cumplido los 30 años, y un elevado porcentaje es menor de edad. En 2008, una encuesta reveló que el 17% de las estudiantes de secundaria de la ciudad sureña de Foshan habían contemplado alguna vez la posibilidad de quitarse la vida. Y, a pesar de que todo lo relacionado con este tema es tabú, a nadie se le escapa que los suicidios se disparan después del gaokao. La selectividad en China es mucho más que un examen: puede marcar la diferencia entre acceder a la elite o convertirse en un paria.
A Meng Zizou todavía le quedan seis meses para que llegue este momento decisivo. Y, como hacen cada vez más adolescentes de las grandes ciudades, a sus 17 años ha tomado el camino de la rebeldía. Pero sin que se note. Después de salir de clase, a eso de las cinco de la tarde, los lunes, miércoles, y viernes se encuentra en secreto con su pareja, cuyo nombre no quiere desvelar, a pesar de que sus padres le han prohibido terminantemente que tenga relación sentimental alguna. “Les preocupa que pierda la concentración en este momento tan crítico”, explica. “No entienden que necesito una válvula de escape para rendir”.
Además de sus encuentros sexuales, Meng ha descubierto una forma de relajarse. Martes y jueves, en vez de cumplir la promesa que les hizo a sus padres e ir a extraescolares para preparar el examen de inglés TOEFL, ella ha decidido matricularse en la academia Hualing de Shanghái, donde se despoja del holgado chándal azul del colegio para embutirse en una apretada camiseta de camuflaje y en unos escuetos shorts vaqueros. Allí aprende a contonearse como una modelo y suda con las lecciones del pole dance –baile de barra–. “A mi madre le daría un infarto si me viese vestida así”, ríe. “Pero el gran choque generacional no le permite ver que China ha cambiado”.
Eso sí, los últimos acuden cada día sin falta a la escuela del pueblo. Hasta el centro también caminan durante horas quienes viven en poblados todavía más pequeños de los alrededores, y los que están aún más lejos duermen en dormitorios adyacentes a las aulas. Cada lunes, como en todo el país, a las siete de la mañana izan la enseña de las cinco estrellas amarillas sobre fondo rojo sangre mientras entonan el himno nacional. Pero ahí acaban las similitudes con las escuelas en las que estudian Cao, Zhu, o Meng.
“Todos están escolarizados según manda la ley, es cierto. Pero la
calidad de la enseñanza que reciben es muy diferente”, reconoce el
director del centro, Li Zhenhua, cuya oficina mantiene la distribución
tradicional de las cuevas en las que viven sus pupilos. “Aquí, la
mayoría de los profesores son gente del pueblo que apenas ha acabado la
enseñanza secundaria, y, como no hay docentes jóvenes, la continuidad
del centro está en peligro”. No en vano, raro es el día ya en el que los
alumnos reciben más de cuatro horas de clase. Y nada de asignatura de
informática: al único ordenador existente lo mató un virus y nadie ha
sabido resucitarlo.
Es la otra cara del sistema educativo chino y una muestra de las grandes disparidades existentes en este país de dimensiones continentales. Feng Xiangming tiene 12 años, es uno de los 204 alumnos de la escuela de Tanda, que fue fundada en 1948 y no se reformó hasta hace una década, y forma parte de los 61 millones de niños dejados atrás por padres que han buscado un futuro mejor en la ciudad y han confiado la vida de sus retoños a sus abuelos. Este adolescente cuenta en las estadísticas de escolarización igual que sus compatriotas de Shanghái, pero jamás ha oído hablar del informe PISA y muy posiblemente tampoco pise una universidad en su vida.
El hukou rural de la familia Feng frena su movilidad y, salvo en el caso de los mejores estudiantes, también dificulta el acceso a una educación de más calidad. Pero eso no le quita el sueño, porque su ideal de vida también es muy diferente del que prima en las megalópolis. De momento, lo que más ambiciona es reunirse con sus padres, dos de los 230 millones de emigrantes rurales de China, y trabajar en la pequeña tienda de comestibles que abrieron hace dos años en Linfen, una ciudad del cinturón de carbón del país situada a cuatro horas en coche. “Les echo de menos, y de mayor no quiero cuidar ovejas y trabajar la tierra”.
Su padre, que casualmente ha venido a Tanda a pasar el fin de semana y ordenar la leña de la estufa con la que combaten las temperaturas bajo cero, critica que el imponente desarrollo económico, que ha multiplicado por seis la renta per cápita desde 1999, no se haya traducido en una mayor facilidad para ascender en el escalafón social. “La situación ahora es mucho mejor que la de mi infancia, pero unos, generalmente la gente del Partido –Comunista– y sus amigos, se han beneficiado mucho más que otros del auge de la nueva China. Si no tienes guanxi tus hijos se quedan donde estaban”. Así, es lógico que cada poco tiempo estallen escándalos de corrupción en los que familias desesperadas porque sus miembros no pueden acceder a las instituciones educativas de su gusto sobornan a sus responsables para que les consigan una plaza.
2.000 kilómetros al suroeste de Tanda no se piensa en sobornar a nadie. Y ya no hace frío. En el pueblo de Manguo, ubicado en la región tropical de Xishuangbanna, en la provincia de Yunnan, una camiseta de manga corta basta. Pero por la mañana refresca, así que en la clase de He Yue, un niño de diez años, la mayoría de los alumnos que se sientan en bancos de madera frente a pupitres del mismo material prefiere abrigarse con una chaqueta. Aquí nadie viste uniforme, porque nadie puede pagarlo. El Gobierno sufraga la educación, pero cada estudiante tiene que pagar el material y la comida. Además, en este caso, es raro encontrar en la escuela de He a un niño que no tenga hermanos: son miembros de la minoría étnica dai –una de las 55 que habitan China– y, por eso, no están sujetos a la política de natalidad. Es más, quienes no pertenecen a la mayoría han pueden acceder a unas cuotas especiales reservadas para ellos en las universidades.
Es posible que He Yue disfrute de alguna de estas ventajas cuando crezca. Pero no será así en el caso de su hermana, He Xing. Sus padres, agricultores cuyos ingresos no llegan a la media de las zonas rurales del país –unos 5.900 yuanes, 740 euros–, tuvieron que tomar una decisión difícil hace unos años: proporcionar una educación decente solo a uno de sus descendientes. Y, como sucede a menudo en China, la preferencia por el varón se impuso. Así, Yueyue acude a todas las clases mientras que Xingxing tiene que compaginar algunas horas de estudio con el trabajo en el campo y con la pesca en un lago cercano.
Cuando acabe la enseñanza obligatoria, a los 15 años, ella ya no volverá a clase. Los recursos de la familia se centrarán en su hermano, a quien le espera un instituto en Jinghong, la principal ciudad de la región. “Si tiene éxito hará dinero y podrá cuidar de nosotros cuando seamos viejos”, avanza el padre. “Por su parte, He Xing es una buena chica. Nos ayudará en las tareas domésticas y a vender las verduras en el mercado hasta que encuentre marido”, avanza el padre. “Esperamos que se case con alguien que haya tenido más suerte que nosotros en la vida y la cuide bien”. Para ella, la China del siglo XXI será muy parecida a la del siglo XX.
La suya es una historia que se repite miles de veces en China. Concretamente, 400.000 estudiantes de la segunda potencia mundial se forman en el extranjero, un número que no supera ningún otro país. Y muchos copan la elite de las mejores universidades del planeta. Es el brillante resultado de un sistema sustentado en tres pilares: una rigurosa disciplina, respeto hacia la casi venerada figura del profesor, y una gran inversión por parte del Gobierno –China destina en torno al 4% de su PIB a educación– y de las familias.
No hace falta más que charlar un rato con la madre de Cao, Wu Weiwen, para dejarse asombrar por la espectacular progresión del país que fundó Mao Zedong en 1949. “Yo, como cientos de millones de personas, no tuve oportunidad de acudir apenas a clase. A los 13 años nuestra familia tuvo que abandonar Nanjing –capital de la provincia oriental de Jiangsu– e ir a trabajar al campo en la provincia de Anhui”. Tres años antes, en 1966, el Gran Timonel había decidido imponer la interpretación más radical del comunismo y dar comienzo a la nefasta Revolución Cultural, que supuso el cierre de muchos centros educativos.
“Algunas universidades volvieron a abrir en 1970, pero sólo admitían a gente del Partido o con guanxi –traducible como enchufe y referente a las relaciones personales, generalmente con miembros del poder–. Nosotros no éramos nadie”, recuerda Wu. La muerte de Mao permitió al nuevo líder, Deng Xiaoping, restablecer las pruebas de acceso a la universidad en 1977. Se presentaron 5,7 millones de jóvenes, pero solo un 4,8% consiguió una plaza. Hoy, a pesar de que la selectividad –llamada gaokao– es una de las más temibles del planeta, 9,12 millones se enfrentan a las pruebas y un 60% se matricula en alguna universidad. “Recuerdo muy bien la envidia que sentí entonces, porque sabía que aquellos privilegiados serían gente importante en el futuro. Así que me prometí que a mis hijos nunca les faltaría una buena educación”.
400.000 estudiantes de la segunda potencia mundial se forman en el extranjero, más que de cualquier país
Pero no se puede obviar que hay un elemento clave que ha facilitado la historia de éxito de su hija: Cao nació en Shanghái, donde tiene su residencia oficial –llamada hukou–. Eso le ha permitido acceder a las instituciones educativas de la capital económica de China, la ciudad más próspera del país. A diferencia de lo que sucede en otros lugares, el 84% de los estudiantes de secundaria de Shanghái acceden a la universidad, y la calidad de la formación que reciben ha quedado certificada por los resultados cosechados en el último informe PISA, en el que la supremacía mundial de la ciudad que alumbró al Partido Comunista es indiscutible.
Competitividad desde la infancia
“Es verdad que, comparado con la gente que tiene el hukou en
zonas rurales tenemos algo de ventaja, pero el sistema educativo es muy
competitivo y hay que ganarse cada paso”, explica Cao. No en vano, la
competitividad es máxima entre los 250 millones de estudiantes que ahora
tiene China, en su mayoría hijos únicos que reciben gran presión por
parte de sus mayores y que han comenzado su trayectoria escolar en
alguno de los 440.000 centros de primaria del país. “Lo único que les
importa a nuestros padres son las notas –un estudio sociológico oficial
de hace tres años certificó que así es en el 87% de las familias–, y si
conseguimos dos o tres barras rojas”.
Los suicidios se disparan tras el 'gaokao', la selectividad china
No obstante, esa recompensa se puede convertir en una peligrosa obsesión familiar. “Y también lo es que accedamos a lo que se llaman escuelas prioritarias”, explica Cao. Básicamente, son centros que reciben mayores recursos por parte del Gobierno y que están reservados sólo a los mejores alumnos. “Por eso, incluso antes del gaokao, la tensión se dispara a partir de los 14 años, cuando tenemos que hacer las pruebas del zhongkao, que determinan a qué instituto podemos acceder”.
Zhu Yufei está ahora en esa etapa. En unos meses se enfrentará a los exámenes, y sus padres le exigen que acceda al mejor instituto del distrito de Hongkou, en Shanghai. “La vida del estudiante chino es dura: nos levantamos a las seis de la mañana, tenemos que hacer ejercicios aeróbicos al llegar a la escuela, y, finalmente, a las 7.30 comienzan las clases”, cuenta Zhu. Lo que rara vez se sabe es cuándo acaban. Oficialmente, a las cuatro de la tarde terminan las horas lectivas. Pero muchos rezagados necesitan clases de apoyo que pueden alargarse hasta las ocho o las nueve de la tarde. De lunes a sábado. Y el resto tampoco pierde el tiempo: las extraescolares incluyen idiomas –sobre todo el inglés–, música y deporte. A Zhu le gustaría ser diseñadora de moda, pero sus padres ya han decidido que estudie contabilidad. “Siento que no tengo ningún tiempo para dedicarlo a lo que me gusta”, se queja Zhu.
Y el sociólogo de la Universidad de Fudan Xu Anqi le da la razón. “La ley que obliga a nueve años de escolarización básica gratuita data de 1986, y nadie duda que ha obtenido un éxito rotundo. Las estadísticas están ahí. China es el país en vías de desarrollo que más rápido ha alcanzado la enseñanza universal gratuita, uno de los siete Objetivos de Desarrollo del Milenio que Naciones Unidas puso para 2015”. La tasa de escolarización primaria impresiona: un 99,8% de los menores de 15 años van a clase. “Además, las tasas de abandono son muy inferiores a las de otros países con una renta similar, y nuestros alumnos están ya en la elite mundial”, añade Xu.
El sistema se sustenta en tres pilares: disciplina, respeto al profesor y una gran inversión por parte del Gobierno
Volver a Confucio
Kong Zhong no puede estar más de acuerdo con la última afirmación. Es
fundador del Centro de Enseñanza Confuciana, director de la Asociación
Confuciana Internacional, y descendiente directo del principal filósofo
chino: Kong Fuzi, Confucio. “Tenemos que recuperar su doctrina, e
incorporarla al sistema educativo, porque la juventud necesita algo en
lo que creer. Hay quien piensa que es necesario impulsar la religión,
sobre todo el budismo. Pero yo creo que eso puede crear graves problemas
de identidad. Al fin y al cabo, el budismo viene de India y las
religiones son foco de tensiones, mientras que el confucianismo es chino
e hizo posible que nuestro país, durante la dinastía Tang (618-907),
fuese una gran superpotencia mientras Europa se desangraba en la Edad
Media. Sólo necesitamos revivir algo que es nuestro”.El objetivo de los confucianos, que suman cada vez más adeptos, es equilibrar los excelentes conocimientos técnicos que los chinos reciben en clase con una doctrina cívica. Porque, como decía su maestro, el ser humano aprende y sus virtudes son siempre mejorables, pero sólo se consigue con el trabajo de la comunidad a la que se pertenece. “No es fácil”, reconoce Kong. “La sociedad es cada vez más pragmática, razón por la que se valoran mucho más las asignaturas técnicas que las de Humanidades. Por eso, ahora más que nunca, necesitamos que se profundice en áreas como la Filosofía, más allá de memorizar antiguos textos y poemas sacados de contexto que sólo consiguen aburrir al alumnado. Pero no interesa. Se quieren resultados fácilmente cuantificables y, sobre todo, fáciles de rentabilizar. Eso lleva a ejercer sobre los niños una presión muchas veces insoportable. Incluso entre los más pequeños se elige cada curso al mejor alumno y se denigra al peor”.
La tasa de escolarización primaria impresiona: un 99,8% de los menores de 15 años van a clase
Disciplina de deportistas de élite
Sus palabras cobran sentido en la elitista escuela de Shichahai, en
Pekín. Aquí no hay aulas con pupitres, sino tatamis y mesas de ping
pong. Es una de las mejores fábricas de atletas chinos, y entre
sus alumnos están jóvenes promesas del deporte que no levantan ni un
metro del suelo. Los gimnastas de seis y siete años se curten con muecas
de dolor en una nube de polvo de magnesio mientras, en la estancia
contigua, otros sudan embutidos en kimonos de judo o se pelean en un
cuadrilátero. Desde la pared les vigilan las fotografías de exalumnos
que ya se han colgado una medalla o han levantado un trofeo, y más cerca
están sus propios progenitores, ansiosos por ver una pirueta
espectacular o un golpe que noquee al adversario. Todos los niños
combinan la exigente educación formal con el riguroso entrenamiento de
la escuela, y el objetivo no es otro que lograr el oro.La felicidad es secundaria. “No tengo tiempo para jugar con mis amigos”, se queja en un susurro Wang Yaolei, un niño de diez años que ya está convencido de que para conseguir el éxito sólo cabe el camino del sufrimiento. “Al principio mis padres me forzaban a venir. Ahora he comprendido que lo hacen por mi bien y estoy a gusto”, dice con voz mucho más firme. Su madre, que mira todos sus movimientos mientras está colgado de las anillas, reconoce que de él espera mucho. “Si se esfuerza puede hacernos ricos”, sentencia en un extraño alarde de sinceridad.
Esta presión tiene un elevado precio emocional: la mayoría de las 250.000 personas que se suicidan al año en China no ha cumplido los 30 años, y un elevado porcentaje es menor de edad. En 2008, una encuesta reveló que el 17% de las estudiantes de secundaria de la ciudad sureña de Foshan habían contemplado alguna vez la posibilidad de quitarse la vida. Y, a pesar de que todo lo relacionado con este tema es tabú, a nadie se le escapa que los suicidios se disparan después del gaokao. La selectividad en China es mucho más que un examen: puede marcar la diferencia entre acceder a la elite o convertirse en un paria.
A Meng Zizou todavía le quedan seis meses para que llegue este momento decisivo. Y, como hacen cada vez más adolescentes de las grandes ciudades, a sus 17 años ha tomado el camino de la rebeldía. Pero sin que se note. Después de salir de clase, a eso de las cinco de la tarde, los lunes, miércoles, y viernes se encuentra en secreto con su pareja, cuyo nombre no quiere desvelar, a pesar de que sus padres le han prohibido terminantemente que tenga relación sentimental alguna. “Les preocupa que pierda la concentración en este momento tan crítico”, explica. “No entienden que necesito una válvula de escape para rendir”.
Además de sus encuentros sexuales, Meng ha descubierto una forma de relajarse. Martes y jueves, en vez de cumplir la promesa que les hizo a sus padres e ir a extraescolares para preparar el examen de inglés TOEFL, ella ha decidido matricularse en la academia Hualing de Shanghái, donde se despoja del holgado chándal azul del colegio para embutirse en una apretada camiseta de camuflaje y en unos escuetos shorts vaqueros. Allí aprende a contonearse como una modelo y suda con las lecciones del pole dance –baile de barra–. “A mi madre le daría un infarto si me viese vestida así”, ríe. “Pero el gran choque generacional no le permite ver que China ha cambiado”.
La otra cara del milagro
1.300 kilómetros al oeste de Shanghái, en el pequeño pueblo de Tanda,
los cambios a los que hace referencia Meng no se ven por ninguna parte.
En estas escarpadas montañas de la provincia de Shaanxi no deslumbra el
neón ni hay rascacielos. De hecho, la electricidad escasea, y sus 150
habitantes viven en cuevas. La mayoría malvive con una agricultura de
subsistencia cuyos frutos escasean a más de 1.500 metros de altura. Así,
no es de extrañar que la mayoría de los jóvenes haya emigrado. Solo
quedan ancianos, en muchos casos analfabetos, y niños.Eso sí, los últimos acuden cada día sin falta a la escuela del pueblo. Hasta el centro también caminan durante horas quienes viven en poblados todavía más pequeños de los alrededores, y los que están aún más lejos duermen en dormitorios adyacentes a las aulas. Cada lunes, como en todo el país, a las siete de la mañana izan la enseña de las cinco estrellas amarillas sobre fondo rojo sangre mientras entonan el himno nacional. Pero ahí acaban las similitudes con las escuelas en las que estudian Cao, Zhu, o Meng.
Los habitantes de zonas rurales tienen mucho más complicado el acceso a una educación de calidad
Es la otra cara del sistema educativo chino y una muestra de las grandes disparidades existentes en este país de dimensiones continentales. Feng Xiangming tiene 12 años, es uno de los 204 alumnos de la escuela de Tanda, que fue fundada en 1948 y no se reformó hasta hace una década, y forma parte de los 61 millones de niños dejados atrás por padres que han buscado un futuro mejor en la ciudad y han confiado la vida de sus retoños a sus abuelos. Este adolescente cuenta en las estadísticas de escolarización igual que sus compatriotas de Shanghái, pero jamás ha oído hablar del informe PISA y muy posiblemente tampoco pise una universidad en su vida.
El hukou rural de la familia Feng frena su movilidad y, salvo en el caso de los mejores estudiantes, también dificulta el acceso a una educación de más calidad. Pero eso no le quita el sueño, porque su ideal de vida también es muy diferente del que prima en las megalópolis. De momento, lo que más ambiciona es reunirse con sus padres, dos de los 230 millones de emigrantes rurales de China, y trabajar en la pequeña tienda de comestibles que abrieron hace dos años en Linfen, una ciudad del cinturón de carbón del país situada a cuatro horas en coche. “Les echo de menos, y de mayor no quiero cuidar ovejas y trabajar la tierra”.
Su padre, que casualmente ha venido a Tanda a pasar el fin de semana y ordenar la leña de la estufa con la que combaten las temperaturas bajo cero, critica que el imponente desarrollo económico, que ha multiplicado por seis la renta per cápita desde 1999, no se haya traducido en una mayor facilidad para ascender en el escalafón social. “La situación ahora es mucho mejor que la de mi infancia, pero unos, generalmente la gente del Partido –Comunista– y sus amigos, se han beneficiado mucho más que otros del auge de la nueva China. Si no tienes guanxi tus hijos se quedan donde estaban”. Así, es lógico que cada poco tiempo estallen escándalos de corrupción en los que familias desesperadas porque sus miembros no pueden acceder a las instituciones educativas de su gusto sobornan a sus responsables para que les consigan una plaza.
2.000 kilómetros al suroeste de Tanda no se piensa en sobornar a nadie. Y ya no hace frío. En el pueblo de Manguo, ubicado en la región tropical de Xishuangbanna, en la provincia de Yunnan, una camiseta de manga corta basta. Pero por la mañana refresca, así que en la clase de He Yue, un niño de diez años, la mayoría de los alumnos que se sientan en bancos de madera frente a pupitres del mismo material prefiere abrigarse con una chaqueta. Aquí nadie viste uniforme, porque nadie puede pagarlo. El Gobierno sufraga la educación, pero cada estudiante tiene que pagar el material y la comida. Además, en este caso, es raro encontrar en la escuela de He a un niño que no tenga hermanos: son miembros de la minoría étnica dai –una de las 55 que habitan China– y, por eso, no están sujetos a la política de natalidad. Es más, quienes no pertenecen a la mayoría han pueden acceder a unas cuotas especiales reservadas para ellos en las universidades.
Es posible que He Yue disfrute de alguna de estas ventajas cuando crezca. Pero no será así en el caso de su hermana, He Xing. Sus padres, agricultores cuyos ingresos no llegan a la media de las zonas rurales del país –unos 5.900 yuanes, 740 euros–, tuvieron que tomar una decisión difícil hace unos años: proporcionar una educación decente solo a uno de sus descendientes. Y, como sucede a menudo en China, la preferencia por el varón se impuso. Así, Yueyue acude a todas las clases mientras que Xingxing tiene que compaginar algunas horas de estudio con el trabajo en el campo y con la pesca en un lago cercano.
Cuando acabe la enseñanza obligatoria, a los 15 años, ella ya no volverá a clase. Los recursos de la familia se centrarán en su hermano, a quien le espera un instituto en Jinghong, la principal ciudad de la región. “Si tiene éxito hará dinero y podrá cuidar de nosotros cuando seamos viejos”, avanza el padre. “Por su parte, He Xing es una buena chica. Nos ayudará en las tareas domésticas y a vender las verduras en el mercado hasta que encuentre marido”, avanza el padre. “Esperamos que se case con alguien que haya tenido más suerte que nosotros en la vida y la cuide bien”. Para ella, la China del siglo XXI será muy parecida a la del siglo XX.
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