“Siento que mi color de piel ha cambiado. Hasta huelo de modo diferente”
16 años después de saltar la valla de Melilla, el camerunés Albert Yaka y el nigeriano Michael Dike reflexionan sobre su experiencia migratoria
Hace 16 años, el camerunés Albert Yaka y el nigeriano Michael Dike saltaron la valla de Melilla.Se conocieron durmiendo a la intemperie durante dos años junto a la sede de la Cruz Roja. “Nunca antes había dormido en la calle”, reconoce Albert. Aprendieron a ser pobres en España.
En aquel entonces, para atravesar la frontera había que superar tres alambradas de espino en la zona marroquí, caer sobre una pequeña hondonada, que era la zona de nadie, y luego trepar por un muro de tres metros coronado por una alambrada. Y así lo hicieron: su vida dio un salto.
Albert Yaka tardó siete años en llegar a Melilla. Estuvo en Nigeria, Costa de Marfil, Mali y Marruecos. Cambió de identidad tres veces, para hacerse pasar por un ciudadano de Benin, de Mali y de Togo. “Salí con 23 años y llegué a Melilla con 30. Aprendí a no ser nadie, a rehacerme. No tienes concepto migratorio, eso es un concepto de intelectuales, de sociólogos, de gente rica. No calculo. Me levanto y dejo que Dios provea. No sabes los riesgos, por eso no estás preparado, ni física, ni intelectualmente”. Yaka se pagó sus estudios de finanzas tocando en cabarets de Camerún. Dijo adiós a su trabajo en un banco.
Hoy en día, dirige en Sevilla la sede de la fundación Cepaim, con 24 personas a su cargo. “Estoy en esta asociación para defender una sociedad justa no solo para trabajar con los inmigrantes”. Tiene 45 años y obtuvo la nacionalidad española en 2008. Está divorciado y es padre de dos hijos.
Recuerda como si fueran dichas hoy las primeras palabras que escuchó en español. Acababa de caer al suelo tras saltar la valla junto a otros inmigrantes. Las pronunció un guardia civil: “Coño, ha entrado alguien”. Después, escuchó un disparo.
Viviendo a las puertas de la Cruz Roja, pidió un diccionario a una abogada. Aprendió el idioma leyendo el Hola y otras revistas que rescataba de los contendores de basura. “Reflexioné sobre los contenedores, porque entendí que eran el reflejo de la sociedad. Primero, la producción masiva de papel que, cuando volví a mi país, me di cuenta de lo que significaba y del brutal impacto medioambiental que produce. Dos, el exceso de comida. Y tres, que los perros que pasaban por delante estaban mejor cuidados que nosotros”.
A Yaka, los inmigrantes de entonces le otorgaron el liderazgo, y no lo ha perdido. De su experiencia migratoria ha elaborado un discurso: “Soy un compendio de las experiencias que he tenido. Parte de los lugares en los que he vivido están en mí, pero no soy marroquí. En Marruecos es donde empecé a darme cuenta de que era pobre, tenía elementos en contra y no era bienvenido. Y era negro. Y en Camerún soy un extraño. ¿Hasta cuando voy a ser emigrante? Mi color de piel ha cambiado, huelo de forma diferente, ¿cómo puedo explicar esto aquí? Todo esto lo sufro en silencio. No soy un prototipo del fenómeno migratorio. Hace cuatro años que sueño en español. Ahora entiendo que soy parte de esto”.
Albert Yaka conoció en Melilla a Michael Dike Martins. Desde entonces son hermanos. Como algunos más de aquel grupo, que se reparten entre España, Francia y Alemania.
Michael Dike es nigeriano. Conoció Europa siendo muy joven porque fue llevado a Holanda a jugar al fútbol con los juveniles del Feyenord. No funcionó, regresó y le caducó el visado. Estudió arte dramático y dirección de cine. Trabajó durante dos años en la televisión de Nigeria. Y decidió hacer “la ruta”, así se denomina el camino hacia el norte. Tardó cuatro años en llegar a Melilla.
Fue dado por muerto. Cruzó el desierto. Allí supo que su orina tenía un precio si alguien necesitaba beberla para sobrevivir: 10 dólares. Un militar argelino le puso su pistola en la nuca y le preguntó: ¿quieres trabajar? Tuvo que hacerlo gratis un tiempo. Cuando saltó la valla de Melilla llevaba un periódico: nada más atravesar la frontera se puso a leerlo para que los guardias civiles no sospecharan de él. La treta funcionó.
Michael Dike ha cumplido 46 años. Ha trabajado como técnico en empresas de telefonía. Ahora está en el paro por un ERE. Casado dos veces, tiene 3 hijos, y ha renunciado a obtener la nacionalidad para que su familia política no piense que se casó con una española por interés. Ha fundado una productora (Sunshine África) y ha rodado algunos spotspara cantantes africanos, además de un par de cortometrajes.
“Usted ha venido a hablar conmigo porque murieron varios africanos en Ceuta”, dice con naturalidad. “Eso me duele mucho. Somos parte de la sociedad. Pero somos invisibles”. Michael diferencia un racismo activo de un racismo pasivo y se queja de que en España nadie se preocupa de los africanos mientras no molesten. “Llevo 12 años cotizando, me siento más español que nigeriano, mis hijos son de aquí y defiendo esto a muerte. Por eso no me he ido, a pesar de que no pensé que vería a un español buscando en la basura”.
Michael ha sacado conclusiones: “Si vives en África, solo tienes tres opciones: ser corrupto como los demás, morir no haciendo nada o levantarte en armas y decir ya basta. Si tienes una visión de futuro tienes que irte”.
“Vinimos bien formados”, reflexiona. “Yo hablaba cinco idiomas (árabe, holandés, inglés, francés y español) y no me ha servido de nada. He estudiado arte dramático, hablo inglés mejor que muchos ingleses. Crecí leyendo a Dickens y a Shakespeare, leyendo cómo los hijos de los blancos juegan en el parque. Entendí que hay un mundo mejor. Eso es el efecto llamada”.
Michael escribió varias cartas al socialista Tomás Gómez, cuando era alcalde de Parla, solicitando que el Rey Baltasar fuera un negro auténtico en la cabalgata de los Reyes Magos. No lo consiguió: “no acabo de entender todavía que, con todos los que somos, necesiten que un blanco se pinte de negro. Por eso digo que somos invisibles”.
Albert y Michael se comunican estos días para rematar los preparativos de la Copa Mandela, un espectáculo de folklore africano que se celebrará el 12 de abril en Parla. El locutor está garantizado: será Albert Yaka, dueño de un espléndido castellano, idioma en el que piensa y, desde hace cuatro años, sueña.
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