La República Popular China instauró la política del hijo único
entre 1978 y 1979, cuando las autoridades consideraron que el
progresivo crecimiento demográfico de un país que por entonces se
acercaba ya a los 1.000 millones de habitantes resultaría incompatible
con los planes de modernización gubernamentales. Así, millones de
ciudadanos chinos vieron su experiencia de la paternidad y sobre todo de
la maternidad condicionada, controlada y reprimida por los dictámenes
del Estado. Por no hablar de la cantidad de menores, sobre todo niñas, afectados.
Desde que se derogó en 2015, la política del hijo único ha sido
revisada en perspectiva como uno de los factores que más han moldeado el
devenir de la China contemporánea, de la misma forma que la Revolución cultural
definió el periodo anterior. A este respecto, en el pasado Festival de
Sundance, se estrenó el documental 'One Child Nation', de las directoras
Nanfu Wang y Jialing Zhang, y ahora llega a las pantallas 'Hasta
siempre, hijo mío', el drama de Wang Xiaoshuai que recorre varias
décadas de la historia de su país a través de la vida de un matrimonio
marcado por esta política.
En los años ochenta, Liu Yaojun y Wang Liyun ven cómo su hijo Xing muere tras ahogarse en un pantano
donde jugaba con otros chavales, entre ellos su mejor amigo Shen Hao,
hijo de los Shen, compañeros inseparables de los Liu hasta entonces.
Yaojun y Liyun acunan su dolor a lo largo de varias décadas en que
conviven con el misterio no esclarecido que envuelve el accidente, la
imposibilidad de tener más hijos por razones también derivadas de los
condicionantes políticos y el intento de 'reemplazar' a Xing por otro
niño adoptado que se rebela contra su condición de mero sustituto. La
tragedia de los Liu otorga un anclaje humano a una película-río que
resigue las mutaciones en la China contemporánea a través de estos personajes.
Wang Xiaoshuai pertenece a esa generación de cineastas surgida en los años noventa de la rebelión juvenil de Tiananmén.
Como sus colegas Zhang Yuan, Lou Ye o el más conocido y joven de todos
Jia Zhangke, Wang inició su carrera a finales de los años noventa
desmarcándose de las directrices que había trazado la llamada Quinta
Generación. Al contrario que directores como Zhang Yimou o Chen Kaige, a
estos jóvenes cineastas no les interesaba rodar un exquisito cine de
época repleto de hermosas concubinas y semillas de crisantemo, sino
plasmar las problemáticas y las urgencias del presente de su país.
Fueron ellos quienes incorporaron una mirada crítica a la China en
plena mutación económica, e incorporaron a sus filmes temas hasta
entonces tabú como la corrupción, la sexualidad o la marginación social.
Lo que les acarreó más de un enfrentamiento con las autoridades. Aunque
el director de 'La bicicleta de Pekín' se fogueó por motivos obvios en
una estética y unos condicionantes de producción cercanos al
'underground', Wang Xiaoshuai también es el representante de su
generación que, abordando asuntos siempre espinosos, más se ha decantado
por un estilo clásico, por momentos rayano en cierto convencionalismo.
Esta tendencia a una narrativa visual un tanto académica
también aqueja por momentos 'Hasta siempre, hijo mío'. Al contrario del
magistral Jia Zhangke o el más atrevido Lou Ye, Wang nunca ha destacado
por el poderío cinematográfico de sus filmes. Aquí sobresale por su
capacidad para desplegar un relato a lo largo de casi medio siglo de
historia sin que se desmorone la película. El cineasta ha optado por un
montaje no lineal de los acontecimientos que puede inducir por momentos a
cierta confusión, pero que también insufla dinamismo al filme. Un
cuidado diseño de producción nos sumerge en las diferentes etapas de la
evolución social y económica de China a partir casi exclusivamente del
retrato en interiores, y no a través de grandes acontecimientos
colectivos y públicos. Así, Wang mantiene este precepto tan propio de
cierta forma de entender el melodrama que conecta al espectador con los sucesos históricos a través de cómo los experimentan de forma personal los personajes. Aquí
sobresale el director por su capacidad para desplegar un relato a lo
largo de casi medio siglo de historia sin que se desmorone la película
Yaojun
y Liyun, interpretados respectivamente por Wang Jingchun y Yong Mei,
que consiguieron sendos Osos de Plata a la mejor interpretación en el
pasado Festival de Berlín, representan el centro de gravedad emocional
de 'Hasta siempre, hijo mío'. Pero a su alrededor gravitan una serie de
personajes que permiten complementar y matizar el retrato colectivo de la China actual.
Sus amigos íntimos, los Shen, encarnan el paradigma de personajes
triunfadores al haber sabido adaptarse a cada cambio de hegemonía, y
pasan de ejercer de funcionarios ejecutivos del control comunista a
abrazar sin problemas la economía de mercado especulativa.
Aunque
se agradece que Wang no quiera reducir la familia Shen a simple
antítesis fatídica de la pareja protagonista, el tramo final de la
película resulta un tanto irritante en su afán conciliador entre los
diferentes personajes y conformista con el 'statu quo'.
La necesidad de los Liu de sanar su herida tiene tanto que ver con
alcanzar por fin cierta paz interior como con aliviar el sentimiento de
culpa de sus amigos, que representan cierta idea de triunfador según el
pensamiento dominante en la China actual. Y no hay señal más evidente de
que un conflicto se cierra en falso que quienes se vean más obligados a
perdonar, ceder y olvidar sean los perdedores.
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