Sobrevivir a pie de valla
En Beni Enzar, un poblado marroquí al otro lado de la frontera con Melilla, cientos de subsaharianos mendigan para poder echarse algo a la boca, mientras esperan el momento propicio para entrar en tierras europeas
Muchos han conseguido acceder al otro lado de la valla, pero dicen que la Guardia Civil les ha devuelto a Marruecos, donde la policía les ha pegado palizas y expulsado a Argelia
Nada más pasar la frontera que separa Melilla de Marruecos nuestros sentidos son conscientes del brutal cambio existente entre ambos lados de la aduana. Traspasas la barrera física y el polvo se te mete en los ojos, el calor te golpea con más fuerza, todo tiene un aspecto más descuidado y ruinoso, huele a basuras y a cuerno de borrego quemado y, sobre todo, hay numerosas personas mendigando y suplicando una ayuda en cada esquina.
Si seguimos caminando un poco más, tan solo unos 200 metros, vemos como de repente nos alejamos de esa marabunta de taxistas, cambistas, policías, largas filas de coches; gentes que vienen y van con prisas, polvo y humo, y mendigos de frontera. Y entramos en el poblado de Beni Enzar, donde todavía huele peor y hay más desorden, pero todo se vuelve tranquilo y apacible.
Nadie tiene prisa, el tiempo parece haberse detenido por un instante y las gentes, la mayoría mirones y comerciantes, pueden pasar horas y horas dedicados a la simple contemplación, viendo cómo pasa la vida ante sus ojos con el único consuelo de que ha transcurrido un día más y han logrado sobrevivir a él.
Deambulando entre las sucias callejuelas nos encontramos con una especie de mercado informe y desproporcionado, excesivamente grande para una población tan pequeña y humilde. Cientos de tiendas están abiertas al exterior y conviven con otros tantos puestos callejeros de maderas y telas que se despliegan a lo largo de varias calles sin orden alguno, y donde un puesto de pescado puede estar al lado de otro de sandías o cacharros viejos.
A primera vista, nada parece diferenciar Beni Enzar de cualquier otro poblado desvencijado del Magreb más pobre. Pero, si permanecemos un tiempo, lo justo para dejar de ser seres extraños y empezar a mezclarnos con el ambiente, vemos como empieza a aparecer un goteo constante de subsaharianos. Se distinguen bien por su color de piel, sus atléticas y esbeltas figuras y porque suelen ir descalzos y harapientos. Porque, aquí, en este poblado, los mendigos son ellos.
Tienen mucho miedo de que las fuerzas del orden marroquíes los atrapen y entonces van apareciendo de uno en uno mientras otros vigilan desde puntos estratégicos.
Vemos llegar de forma relajada a uno joven, muy joven, se acerca a una tienda de comestibles y le pide un dirham de pan (9 céntimos de euro), es todo lo que lleva en los bolsillos. Luego mendiga en una carnicería y consigue algunas vísceras de res y despojos de pollo, suficiente para darle al organismo alguna proteína esa noche.
Se llama Raúl, dice tener 19 años, aunque sus gestos, su delgadez y su cara imberbe le confieren un alto grado de niñez. Sus ojos rasgados te miran fijamente, su mirada es profunda y transmite con un pestañear todo el dolor del drama humano del África negra.
Lleva una camiseta que le han dado, unos pantalones muy rotos por la entrepierna que cogió de un contenedor, y calza una zapatilla deportiva distinta en cada pie de diferente color y numeración, lo que hace que la del derecho, que le queda pequeña, se haya roto más aun por el uso, dejando asomar alguno de sus dedos.
A pesar de todo su aspecto es limpio y aseado, parece un chico educado. Hace un par de meses que abandonó su Camerún natal y poco más de dos semanas que llegó a los bosques de Segangan, una población en las faldas del monte Gurugú, donde esperan muchos subsaharianos su oportunidad para dar ‘el salto’ a España.
Nos cuenta que hizo el viaje con dos amigos y que ahora está sólo con uno de ellos. Hace una semana le expulsaron a Argelia, pero volvió tras cuatro días caminando sin descanso. Habla francés e inglés y entiende un poco el español, por lo que dice que podrá ganarse bien la vida en Europa, además, siempre ha sido muy buen estudiante aunque, ahora sólo piensa en sobrevivir.
Hace poco más de dos semanas que llegó a los bosques de Segangan, una población en las faldas del monte Gurugú, donde esperan muchos subsaharianos su oportunidad para dar ‘el salto’ a España.
Atrás dejó a su padre y sus tres hermanos, su madre murió cuando el era muy pequeño. Sus documentos los dejó en casa, traía fotocopia de todo “pero la policía marroquí lo rompió, ahora no tengo nada”. Asegura que cada vez es más difícil mendigar por Marruecos, que las fuerzas del orden están atentas y les suelen coger, les pegan palizas o los expulsan a la frontera de Oujda con Argelia. Su intención es entrar a Melilla este verano “nadando o saltando la valla, me da igual, pero tengo que seguir como sea”.
Vamos caminando mientras charlamos con él por las callejuelas, no es muy amigo de las fotografías, porque “si me conocen pueden traerme problemas cuando intente entrar a Melilla”, y tampoco quiere salir fuera de la protección de las casas, ya que “fuera, en la carretera hay policías. Tengo miedo de lo que puedan hacerme”.
En el transcurso de la entrevista nos encontramos con otro subsahariano (hemos visto al menos otros tres más pero se esconden, tienen miedo de las cámaras y los periodistas) que también está mendigando.
Joseph también es camerunés, aunque sus rasgos faciales son mucho más duros, él dice que es porque Raúl es bamileke y él es bassa, dos de las etnias más importantes del país y que tienen distintas costumbres y dialectos autóctonos. Joseph no tiene miedo, no le importa salir del poblado ni que le hagan fotos. Aunque parece estar muy perdido y desconcertado, muestra un mayor conocimiento de la zona y de los pasos a seguir en cada momento. Abandonó su tierra hace casi seis años y lleva escondido en los bosques del Gurugú y viviendo de la mendicidad en Beni Enzar algo más de cinco. En este tiempo le han expulsado a Argelia en diez ocasiones, he incluso en una redada la gendarmería marroquí le propinó una buena paliza.
Dice que no recuerda bien las cosas, que el hambre y la frustración le han hecho perder un poco la noción del tiempo y el espacio, pero que cree queha intentado acceder a Melilla al menos en cuatro ocasiones. Una de ellas consiguió superar la doble valla metálica de siete metros de altura y pisar suelo español, pero las prácticas ilegales de las Fuerzas de Seguridad impidieron que permaneciera allí: “Estaba en Melilla, entré a Melilla, pero los guardias me cogieron y me volvieron a echar a Marruecos por una puerta pequeña a través del vallado”.
-¿Lo volverías a intentar?
-Claro, ahora llega el buen tiempo y espero poder volver a entrar a Melilla y que me dejen dentro, luego que sea lo que Dios quiera.
Las cicatrices de profundos cortes en las palmas de sus manos, en sus muñecas y en el abdomen, son la muestra de que escaló la verja y se encontró con la alambrada tipo ‘palestina’ que coronaba antes la primera valla, o con la sirga tridimensional que se encuentra entre la primera y la segunda pared, a modo de obstáculo impertinente. Las enseña con estoicismo y asegura que le sirven para recordar que atravesar la frontera es posible, aunque te marque para siempre.
“Estaba en Melilla, entré a Melilla, pero los guardias me cogieron y me volvieron a echar a Marruecos por una puerta pequeña a través del vallado”
No pierde la esperanza de encontrar un mundo mejor, pero tampoco le queda otra, porque así no puede volver a casa. Tiene 43 años y en Camerún dejó una esposa y cinco retoños con la promesa de darles una vida mejor, más próspera y un futuro más digno para sus hijos, pero ha fracasado.
“No puedo volver. En el pueblo no me aceptarían. Me fui para darles lo mejor y les he quitado todo, no tengo nada. No puedo volver. No quiero ver morir a mis hijos”.
En ese instante pasa un policía en moto y Raúl se pone nervioso, no quiere que tengamos problemas y si perdiera lo poco que ha mendigado podría suponer dejar morir de hambre a su amigo que vino con él desde Camerún y que afirma que está débil.
Ahora les quedan cinco kilómetros a pie, con esas zapatillas destrozadas que les van limando los dedos como si de una tortura china se tratase, hasta llegar a la primera zona del monte donde se refugian estos hombres y mujeres que pretenden dar ‘el salto’ a una ‘mejor vida’.
“Nosotros estamos en la zona de Segangan, pero hay más zonas. Hay gente de muchos países en distintas partes. Yo creo que hay más, muchos más de mil”
No se sienten desgraciados, sonríen a la mínima y agradecen cualquier gesto que no sea hostil. Creen que todos sufrimos en nuestras vidas y que la suya es así porque Dios lo ha provisto de esa forma y si Él quiere “pasaremos a Europa en busca de un trabajo y un futuro”.
-¿Y si eso no ocurriera?
-No vamos a dejar de intentarlo. Morir vamos a morir todos, pero mientras no nos queda otra que vivir. No entra en nuestra cabeza dejar de luchar.
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