Día Once: No queda sitio en el paraíso
Este viaje no tendrá un final de película. Estamos en Suecia, la parte más intensa del éxodo ya ha terminado; pero ahora empieza la más dura: la integración y la adaptación a una vida nueva.
"Vamos a entrar en Suecia”, enuncian los altavoces del tren que conecta Dinamarca con el país escandinavo. Alaa abre los ojos con emoción, en la próxima parada viene a recogerla su prometido. “Hace tres años que no nos vemos”, me repite mientras me agarra, nerviosa, de la mano. El resto del grupo mira desconcertado a su alrededor: el aspecto de la gente ha cambiado progresivamente desde el desembarco en Atenas. Los primos se ríen al observar el estilo espigado de los hombres y mujeres nórdicos que llenan nuestro vagón.
En la estación de Malmö, algunos carteles con la leyenda “Refugiados Bienvenidos” decoran las paredes del lugar. Sin embargo, no hay aplausos ni gente esperando. Hoy es un día cualquiera en la estación central. Todos habíamos imaginado la llegada a Suecia de otra manera, pero intuyo que la realidad es muy diferente a todo lo que vimos en televisión. Aún así, a los pocos minutos aparecen varios voluntarios de la Cruz Roja sueca, quienes reparten tarjetas de teléfono SIM. En la salida, hay un puesto gratuito de té caliente y bocadillos. En un mostrador, la Migration Sverket (Agencia de Migración) reparte folletos informativos.
Sana y Malaz, los dos hermanos de Homs, se enfrentan a sentimientos opuestos. Caminan despacio, aturdidos, mientras su mirada recorre la deslumbrante bóveda de la terminal. Me confiesan que se sienten algo perdidos. “¿Y ahora qué?”, les pregunto. “No lo sé… primero tenemos que registrarnos en Inmigración, creo…”. “¿Y cuándo tengas los papeles, qué te apetece hacer?”, insisto. Sana baja la cabeza, hace demasiado tiempo que no se hace esta pregunta. Sonríe. “Creo que quiero volver a estudiar”, dice tímidamente. “Siempre quise hacer Arqueología pero nunca saqué una nota lo suficientemente alta".
Mientras, Firaz, el líder del grupo, recorre de un lado a otro la estación, discute con los voluntarios, charla por teléfono e intenta solucionar los trámites lo antes posible, Malaz se sienta sobre un banco y se pasa lentamente las manos por la cabeza. “No puedo creerlo”, confiesa, “ya estamos aquí”. Inquieto, pasando de la emoción al miedo, dice que su primera tarea va ser “dormir durante días. Estoy demasiado cansado”. Y, tras observar a los once compañeros, que deambulan algo perdidos por la estación, tengo la sensación de que este viaje no tendrá un final de película. La parte más intensa del éxodo ya ha terminado; pero ahora empieza la más dura: la integración y la adaptación a una vida nueva.
Día Diez: Los refugiados descubren la "ruta del círculo polar".
Día Nueve: Algunos no pueden más; "Yo me vuelvo a Siria".
Día Ocho: Así escapamos de la mafia, a puñetazos.
Día Seis: La sombra de Asad les persigue hasta Europa.
Día Cinco: “Debes parecer una más. Ponte un velo”.
Día Cuatro: El humor del líder que nos ha metido en Macedonia.
Día Uno: Izmir, una familia en el punto cero.
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