Marginadas por parir
En India, las mujeres kadugolla son víctimas de las creencias de su casta
Las madres recientes y las que tienen la regla son aisladas en chozas por impuras
Dodakka tiene una niña de 40 días de vida. Regordeta y
feliz, duerme en brazos de su joven mamá —20 años tiene— ajena a
cualquier problema. Ella no lo sabe, pero ya está metida en uno, y eso
que acaba de nacer. Dodakka y ella no pueden vivir en la casa familiar
durante los próximos dos meses, deben permanecer fuera, en las calles de
arena de su pueblo, Gollarahatti, una aldea más del Estado de Andhra
Pradesh, en el sur de India. Dodakka es impura a ojos de su familia, de
su comunidad y de sus dioses porque ha dado a luz.
A primera vista, Gollarahatti parece una aldea muy
corriente: no más humilde ni polvorienta que otras y salpicada de
pequeñas y destartaladas casas con techumbre de paja. Pero ésta tiene
algo que sólo comparte con unas pocas: las chozas. Son la consecuencia
visible de una tradición que cumplen al pie de la letra sus 800
habitantes: todos pertenecen a la casta kadugolla, presente sobre todo
en los Estados de Andhra Pradesh, Maharashtra y Karnataka. No se conoce
el número de personas que la forman, y las estimaciones más recientes
apuntan a unas 10.000 en Karnataka,
pero no hay datos de otros Estados. Pastores de cabras y ovejas,
seminómadas y aún en un escalón económico y social muy bajo, viven
apartados de núcleos urbanos y siguen fielmente las tradiciones y los
mandatos de su religión, una versión del hinduismo en la que se adora al
dios Khrishna entre otros.
India está situado en el puesto 127 de 187 países
en el Índice de Desigualdad de Género del Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD) y sus mujeres sufren muchos tipos de
discriminación: sexual, económica y de casta, por citar algunas. La que
padecen las kadugolla es una más. La tradición dice que las que tienen
la menstruación y las que acaban de parir deben vivir apartadas del
resto durante un tiempo porque contaminan. Las primeras, cinco días,
bien en la puerta de su casa o, si las hay, en pequeños habitáculos de
una sola habitación apartados del pueblo. Las segundas, hasta dos meses
en diminutas chozas de paja. Si la familia no tiene medios para fabricar
una, acaban entre arbustos o en los márgenes de las carreteras. “Es una
casta muy distinta a otras, tienen creencias muy fuertes”, detalla
Doreen Reddy, directora del área de mujer de la Fundación Vicente Ferrer (FVF),
una organización española que desde hace 40 años lucha contra la
pobreza en Andhra Pradesh utilizando como herramientas la educación y el
fortalecimiento de la mujer y las castas bajas. “Si eres kadugolla
tienes que cumplir lo que dicen los dioses, porque ellos dictan cómo
mantenerse puro y limpio”. Y en esas están ahora Dodakka y su bebé.
Las chozas desperdigadas por Gollarahatti son unas
diminutas construcciones de estructura piramidal, como un tejadillo de
ramitas secas y hojas de palma a ras del suelo. No parece que nadie
pueda caber allí dentro pero, no solo caben, sino que viven, madres
recientes como Dodakka y su hija, que no recibirá nombre hasta que
cumpla nueve meses y sea presentada en el templo, como marca la
tradición. La suya ha sido construida a un par de metros de la vivienda
de su familia, a la que no ha vuelto a entrar desde que parió. Le quedan
al menos 15 días a la intemperie.
Dodakka es menuda, morena y de expresión resuelta. Describe
su vida sin atisbos de queja: “Me levanto a las seis, me lavo, preparo
la comida, cuido a mi bebé y no hago nada más. Si vienen vecinas a
verme, hablo con ellas desde aquí”. Ella solo puede salir a pasear por
los alrededores, apenas cuatro o cinco metros a la redonda. No le está
permitido ir a la calle ni visitar otras casas, ni trabajar en los
campos ni salir a comprar. Nadie la puede tocar ni acercarse tanto como
para que su sombra caiga sobre otra persona, pues la contaminaría
inmediatamente. Las comidas son suministradas por un familiar que deja
el alimento en la entrada de la choza. Da igual que el calor sea
aplastante o que llegue el monzón, que las mujeres y sus bebés no pueden
abandonar su cabaña.
“Sí que hace frío, pero tengo ropa de abrigo y una sábana
grande”, puntualiza Dodakka. Y muestra sus escasas pertenencias, todas
colocadas en una rudimentaria cama de cuerda que es el único mueble que
entra en la choza. Quizá su objeto más preciado es la bombilla que le da
luz; la enrosca cada tarde y la desenrosca por la mañana, cuando ya no
es necesaria. No le entra agua cuando llueve porque alguien colocó un
plástico sobre el tejado de hojas de palmera. “Duermo sola con el bebé, y
tengo miedo de que nos ataquen animales como serpientes, escorpiones o
un perro, pero no puedo hacer nada”, dice con resignación. Dodakka habla
y su hija duerme sobre sus brazos. A pocos centímetros, un enjambre de
moscas devora tranquilamente lo que queda de un gusano negro aplastado.
Las condiciones de vida a la intemperie de las madres
kadugolla no solo les supone pasar frío, incomodidades y aburrimiento.
Más importantes son los riesgos sanitarios a los que se exponen. “Lo más
común son fiebre, catarros, diarrea, problemas ginecológicos e
infecciones, también en la piel, porque no viven en condiciones
higiénicas”, describe Sirapa, director del área de Salud de la FVF. “No
comen bien porque sus tradiciones prohíben muchos alimentos. Toman mijo,
que es bueno nutricionalmente, pero no es suficiente. Muchos bebés
mueren de neumonía”. Si una mujer kadugolla enferma durante este periodo
de destierro, ningún familiar o vecino la cuidará. “Llamamos a un
médico para que la examine, pero sin tocarla”, advierte Mudda, madre de
Dodakka, junto a la choza donde tiene a su hija. Si la paciente
requiriera traslado al hospital, será una ambulancia y sus técnicos
quienes la llevarán a un centro sanitario, según describe K. C.
Sharanapa, profesor del departamento de Sociología de la Universidad de
Chitradurga (Karnataka), en su estudio Kadugolla Tribal Community of Hatti Culture and Impure Practices.
"Tras discutirlo con el cabeza de familia, las permiten ser examinadas
por doctores, pero ellos no entran en las casas", coincide Sirapa.
El acceso al hospital, sin embargo, es una cuestión que
mejora. Dodakka dio a luz en una clínica y no en casa, una práctica cada
vez más común gracias a las labores de sensibilización de
organizaciones como la FVF y tantas otras que pelean por reducir las
altas cifras de mortalidad materna e infantil en el país: 110 víctimas por cada mil embarazadas y 39 víctimas por cada mil nacidos vivos
respectivamente. De las atendidas por la FVF, el 99% va a una clínica,
asegura Sirapa, quien también advierte que no hay estadísticas oficiales
al respecto. En Gollarahatti, 18 de 47 mujeres preguntadas afirmaron
haber parido en el hospital más cercano, a 30 kilómetros de distancia.
No ha sido el caso de Jayamma, que dio a luz en la casa familiar porque
el niño vino de repente.
A Jayamma se la ve diminuta e indefensa bajo el tejado a
dos aguas de su choza de paja en las afueras de Gollarahatti, donde ya
se ven más huertos que casas. Tiene 18 años y parió cinco días atrás a
su segundo vástago. El primogénito, de dos años, duerme bajo el porche
de la casa familiar. Jayamma estudió hasta los 13 años y luego fue
obligada a casarse con su tío, de 40. Él había desposado antes a la
hermana mayor de Jayamma, pero esta murió durante el parto de su primer
hijo, igual que el bebé.
Jayamma tiene una expresión muy aniñada y un pañuelito
anudado a su cuello para evitar que los malos espíritus entren por su
cabeza acentúa aún más su aspecto infantil. Su abuela y suegra,
Chikamma, mujer de campo curtida y de mirada recelosa, controla la
conversación. Y Jayamma apenas se atreve a hablar. “Sí, paso frío por
las noches”. “Me ducho bajo un árbol, en el huerto, y me alimento de
pan, leche y arroz”. Le cuesta soltarse, pero al cabo de un rato ofrece
una rotunda afirmación en presencia de su abuela y del resto de
parientes: “Quiero cambiar esta costumbre, pero depende de mi familia”.
Su tía Amjii —y también cuñada— está escuchando el diálogo y apoya a la
pequeña Jayamma: “A mí tampoco me gusta este sistema”.
La menstruación, un buen problema
La menstruación también supone que la mujer sea impura, así
que ésta no puede entrar en su casa en cinco días. Tradicionalmente se
les daba un plato y un vaso y se quedaban en los alrededores de la
vivienda, pero desde hace 10 años el Gobierno indio está construyendo en
las afueras de cada comunidad kadugolla una parca vivienda de una sola
habitación donde las mujeres, al menos, no están a la intemperie. Esta
medida también ha recibido críticas
de organizaciones en defensa de los derechos de la mujer y de
políticos, pues consideran que no se está luchando por eliminar esta
tradición sino que se promueve.
Kammala tiene la regla y ese día debe ser la única en todo
Gollarahatti porque está sola en la casita, sentada y con la espalda
apoyada en el quicio de la puerta. Se dedica a mirar el paisaje. Dado
que la mujer india se hace cargo de todas las tareas del hogar,
para una familia es un problema prescindir de una esposa durante casi
una semana. Kammala explica cómo se arreglan las mujeres de su pueblo:
“Si tienes suegra, lo hacen todo ellas. Si no, las vecinas ayudan.
Nosotras no podemos salir de esta casa ni ir por la carretera; sí
podemos trabajar en el campo, pero debemos tomar un sendero distinto
para no cruzarnos con nadie y allí solo se nos permite quitar rastrojos,
no debemos tocar el mijo”. Dentro de la casita no hay nada que hacer:
no hay muebles, ni baño ni cocina ni luz eléctrica. Duermen sobre
esterillas, se alimentan cuando sus parientes les llevan comida, se
duchan gracias a una bomba de agua que hay justo al lado, en medio del
campo, y pasan el tiempo hablando entre ellas si hay varias, o perdidas
en sus pensamientos si se quedan solas.
Para librarse de esta incomodidad, muchas mujeres recurren a
una medida extrema: someterse a una histerectomía, es decir, extirpar
el útero total o parcialmente. La última encuesta nacional de salud, del
año 2005, reveló que el 63% de las mujeres casadas de Andhra Pradesh y un 57% de Karnataka
que recurrieron a métodos anticonceptivos se habían decantado por la
esterilización, pero solo un 21% y un 28% fueron informadas de los
riesgos de esta operación y se les ofrecieron alternativas. “Ellas lo
piden siempre pero después de ser debidamente informadas la mayoría
cambia de idea”, explica Mjodhy Suchidra, ginecóloga de 40 años que
lleva diez ejerciendo en el hospital de Bathalapalli de la FVF. “De
todas las que vienen sin útero, la mitad no hubiera necesitado esta
intervención, a muchas se lo extirparon por una simple infección”.
No es una práctica que solo elijan las kadugolla, pero
ellas particularmente creen que les beneficia porque, si no tienen el
periodo, no han de quedarse cinco días al mes viviendo al margen de su
mundo. “El hombre prefiere que su esposa se quite el útero para evitar
bebes, reglas, infecciones… Y así pueden tener sexo cuando quieran y la
mujer nunca está de baja. El hombre presiona para que se hagan la
operación”, asevera Suchidra.
Una solución que pasa por educar
¿Por qué es tan difícil cambiar esta costumbre? El Gobierno de India es consciente del problema y trata de abordarlo con diversas acciones. Por ejemplo, en Karnataka el Congreso diseñó un Proyecto de Ley en 2013 para la prevención de prácticas supersticiosas con el que promueve la integración de mujeres embarazadas o con el periodo y de las madres recientes, pero aún no se ha aprobado. También existen movimientos sociales y activistas que durante los últimos años han puesto el foco de atención en las costumbres denigrantes para las mujeres kadugolla. En noviembre de 2014, el diario nacional Times of India recogió la iniciativa de Ratna, una activista kadugolla que invitó al primer ministro de Karnataka, Samuel Siddaramaiah, a pasar un día en su pueblo y observar la marginación que padecen. “Hay tres mil mujeres kadugolla en Karnataka que sufren por culpa de las creencias supersticiosas de nuestros sacerdotes y líderes”, denunció la joven, que también aseguró al mismo medio que, desde que comenzaron las protestas en su distrito, 50 de 54 aldeas habían acabado con esta práctica.
Para Reddy, de la FVF, se ha avanzado mucho pese a que aún
se encuentran niñas viviendo en chozas insalubres en aldeas como
Gollarahatti. “Ahora las tratan bien, las dejan estar en casa, las
cuidan… Y no pasa nada por tocarlas”. Reconoce, no obstante, que la
tradición persiste en esta India rural. El ejemplo está en la negativa
rotunda de la abuela/suegra Chikamma, que afirma sin pudor que no le
gusta que estén en casa porque ofenden a los dioses. No hay discusión
posible para ella, pero tampoco para la joven Dodakka, aunque pertenezca
a otra generación: “Quiero cambiar mi vida y quiero cambiar este
sistema” afirma mientras unas vecinas curiosas asienten con la cabeza. Y
entonces vira el discurso: “Cuando mi hija tenga un bebé quiero que
vaya a un buen edificio preparado para cuidar a las madres. Pero a casa
no, es la costumbre”.
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